Thursday, March 17, 2011

 

El engranaje

El problema de la justicia

Pero no todos son inocentes. Digo,
los que caen en el engranaje.
—A como anda el engranaje, todos
podríamos ser inocentes.
—Pero entonces también podría decirse:
a como anda la inocencia, todos podríamos
caer
en el engranaje.


Leonardo Sciascia, El contexto



Si algo ha dejado el diferendum con Francia por el affaire Casez es que se puso al menos de manifiesto lo mucho que nos avergüenza el desastre y la corrupción del sistema de justicia mexicano. Otra llamada de atención, una más, ha sido la exhibición del documental Presunto culpable, que se queda corto si se piensa en los muchos miles de inocentes que pierden y desperdician sus vidas en las cárceles mexicanas.
La pregunta es angustiosa: ¿Por qué antes y después de la Revolución, durante todo el siglo XX, no hemos podido resolver el problema de la justicia? La policía mexicana de nuestros días no ha sido mejor que la de los rurales que apuntalaban la dictadura de Porfirio Díaz, un cuerpo integrado por asaltantes y asesinos. No por nada Los bandidos de Río Frío, la gran novela de Manuel Payno, eran policías.
Lo que queda claro es que el sistema de la administración de la justicia en México —a cargo de hampones profesionales y litigantes delincuentes— no es el sistema de justicia de un país democrático.
Lo sabía y lo presentía Franz Kafka en “La colonia penitenciaria”: “El principio por el cual me rijo es: la culpa está siempre fuera de duda.”
¿De dónde surge la policía, cómo se forma y se sostiene, a quién sirve? ¿Es un monstruo autónomo, con dinámica y código propios, invencible? ¿Quién es la que verdaderamente tiene el poder en la calle?
La policía guarda el orden, blasón de todos los dictadores. A veces el orden “evoca el desorden más profundo: véase el caso del fascismo”, dice Sciascia. Y, leyéndolo, Rodolfo Peña acotaba: “Si el problema de la policía no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el más mínimo intento de resolverlo.”
A nuestro amigo chihuahuense, periodista y editor de La Jornada, le gustaba leer al siciliano. Decía Rodolfo Peña que en realidad la policía no es ningún problema: Para los poderes —que incluyen a la sociedad política, pero también a los dueños de la riqueza y a las iglesias— la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción como cualquier otro cuerpo coercitivo. El Ejército, por ejemplo.
El supuesto es que los poderes están siempre enfrentados a una masa degradada, poco fiable, cargada de culpas y de faltas, capaz de amotinarse en cualquier momento y de cometer las peores tropelías.
En el poder a nadie le importa lo que la policía haga con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua, contra sus antiguos congéneres.
“Si la policía roba, extorsiona, golpe, tortura, secuestra y mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien: lo que sí le está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perecería su razón de ser.”
No se trata de administrar justicia, sino de mantener a raya a la masa.


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Friday, March 11, 2011

 

Storytelling


Discurso con personajes

Hay formas del relato que
están incrustadas en el
inconsciente colectivo.
—Fred Vargas

Uno de los aspectos más tiernos del ser humano, sobre todo cuando es niño y aún no asume la edad de la razón, es su deseo de que le cuenten historias. Paul Auster piensa que en todo niño hay un hambre de historias. Le pide a su padre o a su madre o a su hermano o a su hermana mayor que, ya sobre la almohada, antes de dormirse, le cuente un cuento. Y así se encomienda a los sueños, se suelta, se deja ir, encaminado por la imaginación narrativa.
Desde que Barack Obama apareció en las plazas públicas, los mítines de campaña y las convenciones de su partido, empezó a llamarme la atención que siempre, en sus discursos, cuenta una historia e introduce uno o más personajes, como haría cualquier cuentista profesional. Así lo hizo en Chicago cuando dio gracias a quienes votaron por él; les habló de una señora de Atlanta, de 106 años, que nunca había votado. Procedió de igual manera en su discurso de duelo en Tucson el 13 de enero, luego del atentado de un orate contra una senadora y otras personas. Volvió a referirse a personajes e historias en su último informe presidencial de State of the Union, y se me ocurrió entonces que en todo ser humano subyace una especie de inconsciente narrativo que lo predispone a recibir historias o narraciones porque de esa manera la ideas se vuelven más claras y son más fáciles de recordar.
Pensé entonces y lo sigo pensando que en Obama el hecho de incorporar personajes e historias en sus alocuciones es un gesto auténtico porque en su caso el que habla es un escritor (autor de Los sueños de mi padre y La audacia de la esperanza) y no un político al que le escriben sus libros. Pero de pronto me entero de que contar una historia y trazar personajes también es una manipulación política para vender una idea, seducir, y conseguir todos los votos que se puedan.
Es una técnica de “mercadotecnia” para apelar a los sentimientos más íntimos de la gente y venderle una lavadora o un seguro. O una tarjeta de crédito.
Es toda una técnica de moda, de esas que venden los “asesores” en elecciones como aquel que inventó lo del “peligro para México” y a quien el PAN bañó de oro en 2006. En la campaña a de Nicolás Sarkosí en 2007 sus colaboradores compraron la “técnica narrativa” de los norteamericanos y lo pusieron a contar historias por todo el hexágono francés. Y ganó.
Las campañas políticas electorales, que lo aprovechan todo como la máquina de hacer chorizo, han hecho del contar historias una nueva arma de distracción masiva. Se supone que contar un cuento es mucho más eficaz que la propaganda porque no aspira a modificar las convicciones de la gente sino hacerla partícipe de una historia apasionante.
Quien mejor se ha fijado en este fenómeno es Christian Salomon en su libro La máquina de fabricar historias y formatear las mentes. Lo que le inquieta es la utilización y el aprovechamiento malintencionados que desde el poder se hace de la candidez humana. La cuestión está en cómo el Estado utiliza el storytelling como instrumento de persuasión y dominio, dado que, como decía Paul Ricoeur, la identidad personal y la social están constituidas de forma narrativa.
El arte del relato, pues, se ha vuelto un instrumento de la mentira de Estado y del control de las opiniones.
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Crónicas cerebrales

La hora del lobo

Federico Campbell



Crónicas cerebrales





Que un pueblo de Sonora produzca un primera base de los Medias Rojas de Boston o un pitcher de los Dodgers no le llama la atención a nadie. También puede no sorprender que en el Sáric el el Sásabe sobresalga algún aventurero del mal o que una de las ciudades sonorenses haya sido la cuna de tres presidentes de la República. Pero reconocer que uno de sus pueblos haya dado un gran científico sí es como para llamarse a asombro y refrendar el orgullo regional.

Es ese el caso de Ures y de uno de sus hijos, Ranulfo Romo Trujillo, que el miércoles 9 de marzo leyó su conferencia de ingreso a El Colegio Nacional a la que puso por título “Crónicas cerebrales”.

El neurofisiólogo Ranulfo Romo nació el 28 de agosto de 1954 en Guadalupe de Ures, Sonora. Estudió la preparatoria en la Universidad de Sonora, en Hermosillo, y fue cuarto bat de los Cuervos, en la liga municipal.

Estudió medicina en la UNAM y obtuvo su doctorado en ciencias por la Universidad de París en 1985. Desde entonces —como lo hizo Arturo Rosenblueth al final de su vida— decidió hacer investigación en México y no en el extranjero. Desde 1989 es investigador titular del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM, donde comenzó el montaje de un laboratorio de neurofisiología. También se formó en la Universidad de John Hopkins (Baltimore), en el Collège de France (París) y pertenece a sociedades científicas como la Mexicana de Ciencias Fisiológicas y The Society for Neuroscience. En 2010 fue considerado en Estocolmo como candidato al premio Nobel de medicina.

Hizo en su conferencia (a la que no asistieron los literatos del Colegio Carlos Fuentes, Ramón Xirau, Gabriel Zaid, Enrique Krauze, ni el rector de la UNAM, el doctor Narro) una crónica de su carrera como investigador en París, Baltimore, Friburgo, alrededor de la neurobiología de la percepción.

Su objeto de investigación, pues, ha sido el cerebro humano y especialmente los mecanismos cerebrales que determinan la percepción sensorial, campo en el que su equipo de investigadores en la UNAM es considerado uno de los primeros del mundo.

A partir del establecimiento de que el cerebro y el sistema nervioso de los primates se asemeja mucho a los de los humanos, Romo y sus colaboradores han trabajado con nuestros “primos hermanos”, los chimpancés.

En sus estudios sobre la memoria ha descubierto que los atributos físicos del estímulo sensorial son memorizados por las neuronas de la corteza prefrontal. Este hallazgo abre la posibilidad de investigar cómo el cerebro memoriza estímulos multidimensionales y a la búsqueda de una explicación más amplia del mecanismo cerebral de la memoria.

Hasta hace todavía pocos años, el cerebro se consideraba terra incognita. Sin embargo, lo que hemos sabido del cerebro en los últimos cincuenta años es mucho mayor de lo que se sabía siglos atrás. La neurofisiología avanza a un ritmo que no tuvo antes. Nuestra vista, nuestro tacto, nuestro oído, dependen del cerebro. También la toma de decisiones. No existiría el mundo sin la memoria. Sin embargo, mucha gente descubre lo importante del funcionamiento del cerebro cuando ya no oye bien, ni ve bien, ya no memoriza o ya no puede moverse. Sigue siendo, pues, el cerebro humano una de las más enigmáticas maravillas de la vida en la Tierra.

Nuestra percepción subjetiva del tiempo también ha merecido la atención del doctor Romo Trujillo. Siempre estamos hablando en pasado, dice. Mientras escuchamos lo que nos dicen transcurren milésimas de segundo para procesarlo y al contestar ya ha pasado el tiempo. El cerebro es nuestra identidad. Y lo que llamamos persona resulta una narración de nuestra memoria.



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Wednesday, March 02, 2011

 

Los nuevos perros guardianes

Los periodistas orales constituyen
una casta, una clase, una treintena
de portavoces del pensamiento oficial:
No cesan de intercambiarse favores y
complicidades, sobreviven a todas las
alternancias políticas. Un mismo
ambiente. Ideas uniformes. Se frecuentan
entre ellos, se aprecian, se citan,
y están de acuerdo en todo.

—Serge Halimi


Eduardo García Aguilar me envía desde París uno de los libros más críticos del periodismo que se han escrito en los últimos años: Los nuevos perros guardianes, del profesor de la Universidad de California en Berkeley Serge Halimi, director de Le Monde Diplomatique, y discípulo de Pierre Bourdieu, y que estuvo recientemente en la Gran Tenochtitlan.
Este examen de la actuación cotidiana de los nuevos guías espirituales en que se han convertido los locutores de televisión —reemplazando el papel que antes la sociedad confería a los sacerdotes o a los intelectuales—, se plantea de manera natural como uno más de los "temas de nuestro tiempo", como le gustaba decir a don José Ortega y Gasset. Aparte de la propaganda —que ya tuvo su gran momento cuando a principios de los años 30 los aparatos de radio entraron en todos los hogares y en Alemania Goebbels supo utilizarlos para reforzar el proyecto del nacionalsocialismo— el otro tema de nuestra época es el de la profusión inasimilable de los medios de comunicación audiovisuales, más por su cantidad que por su calidad, no tanto por su "instantaneidad" sino por su abrumador bombardeo cotidiano.
El escopetazo constante de la información radiofónica y televisiva rápida y breve, perecedera y volátil— no tiene a la gente mejor informada que antes. El receptor se entera de que sucedió algo, pero no retiene mucho los detalles ni le importan mucho. Los sabe como de oídas y de alguna manera intuye que no necesita saber leer ni escribir para estar mínimamente informado, como si estuviera de vuelta a la deliciosa irresponsabilidad de la infancia analfabeta.
Así las cosas, y esto no había sucedido antes en la historia, los debates ideológicos y las campañas electorales se dirimen sobre todo en el espacio mediático de la radio y de la tele, más que en el de los medios impresos, que ya no son masivos. Una crítica como la que sólo se dio en los periódicos sobre las concesiones del gobierno de Fox a los usufructuarios de la "industria" de la radio y la televisión puede muy bien ser acallada con el escopetazo de su réplica televisiva.
De los 11 mil 816 millones de pesos (un poco más de mil cien millones de dólares) que costaron las elecciones del año 2006, 5 mil 650 fueron para financiar las campañas y más de la mitad de esta suma terminaron en las arcas de Televisazteca, cuyo mejor negocio ha sido el PRI… y ahora el PAN. Por eso, gracias a Dios, la nueva legislación electoral impide que las televisoras se lleven la mayor parte del queso.
No sabemos muy bien hacia dónde vamos. Lo único que sentimos es que estamos asistiendo a un momento de transición, del periodismo escrito al periodismo oral. Y podría pasar lo que pasó con los telegrafistas: que los periodistas escritores ya no tengan ninguna razón de existir y terminen de estar en este mundo. De hecho, se puede vivir y estar bien informado sin saber leer y escribir.
Imagínese usted una plaza, como el Zócalo o como la de Oaxaca: al centro se erige un palo tan alto tan alto como los de Papantla y en la cumbre, tan estridente que no deja hablar a nadie más, triunfa todos los días y a todas horas el altavoz de Televisazteca. A los lados no faltan muchos otros altoparlantes, no menos estridentes ni menos constantes: reproducen las vocecitas de los locutores radiofónicos. Y en una esquina, allá abajo en un puestecito, se venden unos cuantos ejemplares de Proceso, La Jornada, Mileno, El Universal, Reforma y El Heraldo de San Blas. Esa plaza es el territorio nacional.
Serge Halimi, de 49 años, doctor en Ciencias Políticas, profesor también en la Sorbona, se refiere particularmente a la situación de los medios en Francia y sólo el lector de Les nouveaux chiens de garde sabrá inferir si hace extensivas sus ideas a México u otros países.
Serge Halimi acusa a los treinta periodistas franceses más conocidos de amplificar la voz del poder económico y político, de erigirse en profesores de moral y censurar el pensamiento crítico con la "utopía ultraliberal".
Este "látigo de la élite del periodismo francés", escribe Mora, dibuja un paisaje mediático desolador, "marcado por el compadreo entre la prensa y el poder".
Los medios controlados por potentes núcleos industriales o financieros imponen machaconamente su visión del mundo y —por imperativos de la chamba— los periodistas que trabajan en ellos acaban defendiendo los intereses de ese establishment. Su libertad de expresión termina donde empiezan los intereses de su empresa periodística.
La sensación de Halimi es que el periodismo oral rara vez toma muchos riesgos. Lectores de noticias, sus practicantes —estupendamente remunerados— no reportean ni investigan, se limitan a informar de lo que sucede en el mundo. Es inconcebible que un locutor exprese la más mínima opinión que pudiera disentir de lo que cree el dueño de su medio. Al contrario, el locutor o lector de noticias sabe leerle la mente a su patrón y, para congraciarse con él y mantener o aumentar su estupendo sueldo, suelta “ideas” o frases que halaguen al dueño del cártel.
"El problema es que muchos se creen profesores de moral y les da por dar lecciones de lo que está bien y de lo que no. ¿Cómo se puede hablar sobre la corrupción política sin reconocer que el sistema mediático está también corrompido? ¿Cómo se puede denunciar la corrupción económica cuando el periodista acumula dinero, favores, canonjías?"




 

Los nuevos guías espirituales

Una de las diatribas más leídas y polémicas de los últimos años contra los “comunicadores” es el pequeño libro de Serge Halimi, Les nouveaux chiens de garde (Los nuevos perros policías, periodistas y poder), que apareció en París en 1997 haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes (un violento ensayo contra la filosofía tradicional y una crítica despiadada a la indiferencia de los intelectuales). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”.
Estos especímenes equivaldrían al ejército de locutores, conductores, “reporteros”, que defienden en todo el país, las 24 horas del día y en cadena nacional, a los dos cárteles de la televisión mexicana que ocupan el 90 por ciento del espacio y además consiguen —mediante sus servidores del PAN y del PRI en la Cámara de Diputados— excensiones de impuestos por miles de millones de pesos. Ocupan ahora esos locutores el lugar que antes cubrían los sacerdotes o los intelectuales.
Serge Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y director de Le Monde Diplomatique. Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que al panfleto se le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado en nuestro tiempo alrededor del mundo y sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atolondrados consumidores de una mercancía que se llama información y que es muy maleable. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de los grandes cárteles de la comunicación que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (sueldos muy altos, casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, automóviles, préstamos de bajo interés) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses.
Además, ya en su escritorio y frente a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas (de Internet, por ejemplo). Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo, como sólo saben hacer los periodistas.
Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner —gracias a una política de muy altos sueldos— al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, los choferes y las camionetas blindadas, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el empobrecimiento de la dialéctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos de ética o deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelto un sistema.”
Las empresas de la comunicación no tienen murallas. Los locutores constituyen sus murallas.

* * *

Postscriptum:

No hay convento o iglesia de los dominicos que no tenga por allí una pintura con unos perros, como en el convento de Santo Domingo de Oaxaca.
Por lo demás la expresión dominicos no resulta “etimológicamente” de domine—cane, que supuestamente significaría “perros del señor”, sino de Dominicus, que significaba Domingo. Domine—cane quiere decir literalmente Señor—canta. La frase a la que alude el título de Serge Halimi sería Domini canes. Pero es una invención muy tardía que nada tiene que ver con la etimología de los dominicos.
En el tercer y último volumen de las obras completas de Leonardo Sciascia, Opere 1984—1989 (Bompiani, Milán, 1991), el crítico Claude Ambroise estampa en el prólogo:
Sólo un inquisidor podría decir cuál era el Dios de Leonardo Sciascia. Pero en sus libros se pueden encontrar varias figuras de Dios. Para empezar, la del inquisidor.
El inquisidor actúa en el nombre de Dios. Y a la figura de ese Dios le da sentido la etimología medieval de Domenicani/Domini canes, habiendo sido la orden de Santo Domingo particularmente activa contra los “rastrojos herejes”. Veteados de negro y blanco, en la iglesia de Santa María Novella, en Florencia, se encuentran pintados “los perros del Señor”. El de los inquisidores es un Dios de los perros: un patrón al que obedecen, siguiendo su arbitraria voluntad, que los ha adiestrado para defender la propiedad y cazar otros animales.



 

Viajar solo: Ryszard Kapuscinski

Ryszard Kapuscinski siempre ha sido un patadeperro. Donde quiera que hay un lío, sobre todo en los países africanos, allí está con su maletita y su libreta de notas. Ha oído el zumbido de las balas mucho más que los generales latinoamericanos que se esmeran más bien en la sastrería militar. No asume la caminata como meditación o como relación con la naturaleza, a la manera de Henry D. Thoreau en Walking, sino como un necesidad para entrar en contacto con la gente.
Y es que el periodista polaco, que ha hecho del periodismo en libro un género que nada le pide a la ficción literaria, cree que el reportero debe viajar solo porque es importante ver el mundo que se investiga y penetra con los propios ojos. “La presencia de otra persona influye sobre nuestra percepción de las cosas. Sus gestos, sus comentarios, cambian esta limpia relación del escritor y el mundo que lo rodea.”
(En el viaje en pareja se quiere todo lo contrario: compartir con el ser amado el asombro de los caminos, los mares, las montañas y los recovecos de las ciudades, el placer de la conversación.)
Cuenta que una vez él y unos camaradas estuvieron haciendo un documental sobre África con un equipo inglés que por primera vez ponía pie en ese continente. Recorrieron lugares apartados y cuando llegaban a cualquier sitio los colegas se ponían a llamar a Londres desde sus teléfonos celulares. “Viajaron conmigo tres meses pero emocional y mentalmente nunca estuvieron el África; todo el tiempo estaban en Londres.”
Y es que para Kapuscinski (léase Imperio, un reportaje sobre el desmembramiento de la Unión Soviética como nación, o Ébano, un periplo hacia el corazón de los países africanos) una de las características del reportero es la empatía, la habilidad de sentirse de inmediato como un miembro más de la familia: “Compartir los dolores, los problemas, los sufrimientos, las alegrías de la gente, que de entrada reconocen en él si realmente está entre ellos o si no es más que un pasajero que vino, miró alrededor y se fue.”
No se hace pues el periodismo desde un escritorio. Sin la gente, el periodista está perdido. Su profesión depende de la ayuda y la voluntad de los otros. En cierto momento, en lo que cambia un semáforo, puede decidirse toda su carrera, porque en esos minutos un chofer lo puede llevar a una mina de combate o puede negarse.
Tanto la humildad como la gratitud cuentan de modo crucial. La arrogancia y el despego pueden hacer que la gente lo corte y no le hagan caso. De ahí que el oficio —lejos de la prepotencia de quienes cubren los corredores del poder– tiene que ejercerse con modestia. Los pueblos están llenos de historias. Basta saberlas encontrar.
Lo que ha fascinado a Kapusckinski es que el siglo XX ha sido el de la descolonización y el de las grandes migraciones del campo a las ciudades. Nunca antes se habían inaugurado en el escenario político tantos países, más de ochenta. No le impresiona nada la velocidad de las transmisiones contemporáneas y cree, como García Márquez, que la mejor noticia no es la que se da primero sino la que se da mejor. Le tocó un siglo maravilloso, siente: el paso de las generaciones que mueven la historia como Sísifo la piedra, hacia arriba. Si el telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, el cine, no acabaron con la prensa escrita como se temía, ahora tampoco el internet ni el correo electrónico sustituirán al reportero vivo en el lugar de los acontecimientos. La prensa escrita sigue desarrollándose. “Los medios amplían el método de existencia de la palabra, de la transmisión de la palabra. No se acaban unos a otros: se amplían.”
No le gustan mucho las novelas. Cree que la realidad y los personajes vivos que comparecen en el teatro del mundo son mucho más interesantes y sus historias más inusitadas que las que provee el mercado de la literatura. ¿Qué novela de los últimos años ha podido conmover tanto como una historia real?
Ha conocido el tedio de las redacciones y también los tiempos muertos de espera en el extranjero cuando trabajaba en una agencia de noticias, en las que ni importa el escritor. Pero se regocija de haber tenido que cubrir ese trabajo de esclavos para escribir libros, actividad que redondea el sentido de la vida personal de un periodista, para que siga sintiendo que su trabajo se le va de las manos como un puño de arena. Su errancia por las comunidades africanas —esa realidad tan rica, tan colorida, tan diferente a la europea— le daba mucho más información que la que podía meter en los cables de la agencia. “Entonces me encerraba en mi cuarto a elaborar notas que se convertirían luego en libros, mientras mis camaradas se iban a tomar whisky.”
En el buen sentido de la palabra, como decía Antonio Machado, la compasión siempre ha estado entre las teclas de su máquina de escribir, analizar, conjeturar, imaginar, fantasear, inventar, porque es fundamental que un reportero se meta entre la gente que, en la mayor parte del mundo, vive en muy duras y terribles condiciones. “Y si no las compartimos no tenemos derecho, según mi moral y mi filosofía, a escribir.” Si se pasaba la noche en el Hilton o en el Sheraton, y no en sus casitas de adobe y piso de pura tierra, no podía ser consciente al escribir sobre sus vidas.
“Cuando llegaba la noche, la gente se juntaba desde las siete a contar sus historias, y ése era el momento más literario, más bello, más fantástico del día. Era toda una poesía.”







 

Perros policías

La información se ha vuelto
demasiado importante como
para dejarla en manos
de los periodistas.

—Pierre Bourdieu




1. Es casi un lugar común, y algo más que un juego de palabras, la conocidísima frase de Lewis Mumford que no ve en los periodistas más que a unos “especialistas en generalidades”. En Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa intercala el siguiente diálogo entre dos periodistas de Lima:
—¿Prefieres el periodismo a la literatura? —dijo Santiago.
—Prefiero el trago —se rió Carlitos—. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.


2. Del desdén por el periodismo —su cuestionamiento desde la sociedad o desde la literatura, o simplemente su aparición como tema en la novela y el ensayo— se tiene un antiguo registro, por lo menos desde los años de Karl Kraus a finales del siglo XIX. Pero, por otra parte, las obras de testimonio periodístico, como las que han conocido las generaciones de las últimas décadas, reivindican el lado erótico —es decir, vital, placentero— del mester de periodista. Y siguen siendo su esperanza. Piénsese tan sólo en los libros reportaje de Ryszard Kapuscinski, Alma Guillermoprieto, Pete Hamill y Julio Scherer García.
3. De todos modos, la vitalidad del quehacer periodístico no debe menos a la constante, saludable crítica que se le hace periódicamente, como cuando Pierre Bourdieu criticaba a los periodistas de Le Monde y a los intelectuales del “campo mediático” que, según él, imponen una visión absolutamente particular del campo político y obran en función de sus intereses y las exigencias del mercado.
4. Una de las diatribas más recientes y más leídas (ha sido traducida a seis idiomas), más corrosivas y polémicas de los últimos años, es el breve texto de Serge Halimi, Los nuevos perros policías (periodistas y poder), que apareció en Éditions Liber—Raisons d’Agir, París, en 1997, bajo el título de Les nouveaux chiens de garde (haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes, un violento ensayo contra la filosofía tradicional). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”, como los perros que custodian al Señor en la iconografía de los frailes dominicos.
5. Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y director de Le Monde Diplomatique.

Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que a esta palabra de le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atontados consumidores de una mercancía que se llama información. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
6. Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de las grandes empresas que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y sus defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, mercedes benz plateados) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses.
7. Además, ya en su escritorio y frente a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas. Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo como saben hacer los periodistas.
8. Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el empobrecimiento de la dialéctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelvo un sistema.







 

La novela periodística

¿Qué es lo que fue? Lo mismo que
será. ¿Qué es lo que ha sido hecho?
Lo mismo que se hará.
Y nada hay nuevo bajo el sol.
—Eclesiastés 1. 9


En esto de la novela se ha

metido mucho intelectual.
--Juan Marsé


En el prefacio a su Música para camaleones, breve nota introductoria que sintetiza su arte poética, Truman Capote dejó para la posteridad estas palabras:
“Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma. Tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. The muses are heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería realizar una novela periodística”.
La fascinación de Capote por el realismo desde luego no era ninguna novedad en 1967, cuando publicó A sangre fría, un reportaje novelado, una novela “sin ficción” en la que el autor desaparecía —ni se insinuaba ni brillaba por su ausencia—, y contaba todo desde la distante perspectiva de una tercera persona implacable y despiadada. Este afán de representar de la manera más justa posible la “realidad” ya se había practicado, hasta exprimir al máximo todas sus posibilidades, en la novela del siglo XIX. Para Emile Zola la novela tenía que ser una reproducción exacta de la vida y Stendhal —como lo demostró en La cartuja de Parma— la novela no era sino un espejo que se desplazaba por todos los caminos.
Sin embargo, Capote aspiraba a algo más: entre los 35 y los 42 años de edad —entre 1959 y 1966— se concentró en la investigación de un enigmático y múltiple homicidio que tuvo lugar en un pueblo del estado de Kansas con el propósito de escribir una novela periodística que tuviera la verosimilitud de los hechos, la inmediatez del cine, la profundidad y la libertad de la prosa, la precisión de la poesía. Tuvo tal éxito que lejos de desanimar a quienes proclamaban la “muerte de la novela” refrendó el entusiasmo por el realismo y la superstición de que “la realidad supera a la ficción”. Y esa fe suya en las proliferaciones imaginativas de “lo real” sigue siendo compartida —al menos en el ámbito de la lengua española— por los novelistas más leídos y premiados. Baste tan sólo pensar en La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, en El vuelo de la reina (premio Alfaguara 2002), Soldados de Salamina, de Javier Cercas, y La reina del sur, de Arturo Pérez Reverte.
Lo que muchos lectores no sospechan —por el morbo realista, por el embeleso que provocan las “historias reales que realmente sucedieron”— es que, a pesar de todo, la subjetividad y la capacidad de distorsión de los novelistas es inevitable. Afortunadamente.
En última instancia toda historia, por real que sea: una autobiografía, por ejemplo, un hecho histórico —es decir, cualquier acontecimiento ajeno—, es ficción para los demás, y de los equívocos que procrea la lectura se encargan las trampas y los juegos de la memoria.
La novela, incluso en manos del autor más proclive al “realismo”, se nutre de la imaginación y los recuerdos y por mucho que procure una copia de la realidad el lenguaje —ambiguo como todo lenguaje no científico— se encarga de pigmentarlo todo y de alterar el mundo visible a la manera en que funciona la memoria, es decir, transfigurándolo: inventándolo.
Por eso también, desde el mismo siglo XIX, se ha descreído del realismo y se han marcado sus limitaciones. El mismo Henry James ya sospechaba algo:

“Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos. Lo demás es la demencia del arte.”
Como que esta novela restringida por convicción propia al mundo de lo real llega a saber a poco, a crear una sensación de insuficiencia en el lector, ya sea porque no hila muy fino, ya sea porque sus personajes resultan al final demasiado chatos o porque la historia nunca despega de cierta superficialidad.

¿Qué sentido tiene escribir sobre una realidad respecto a la cual ya todos estamos de acuerdo?, se pregunta la novelista Toni Morrison: “Para mí no hay tanta levadura en una persona real, o hay tanta que no me sirve de nada: es como un pan ya hecho, demasiado horneado. Mi pacto con el lector no es revelarle una realidad ya establecida.”
Más intransigente fue Óscar Wilde en su oposición al realismo. Lamentaba la decadencia de la mentira en el arte y creía que la variedad de la naturaleza no se encontraba en la naturaleza misma sino en la imaginación, la fantasía y “la ceguera cultivada del hombre que la contempla”. Reivindicaba la función de la mentira en la creación literaria y no entendía “la deplorable preocupación por la exactitud”. Mientras no se haga algo por impedir, o modificar cuando menos, ese culto monstruoso de los hechos —decía, en resumen—el arte quedará estéril y la belleza desaparecerá de este mundo:
“Hay que rescatar el antiguo arte de la mentira.”






 

El periodismo es un cuento

Circula en España un libro de Manuel Rivas, El periodismo es un cuento, que su editorial Alfaguara sólo distribuye en la Metrópoli, no en las colonias. La suya es una sugerencia que viene desde los albores del periodismo, en el siglo XIX: la convención de que todo lo que decimos o escribimos es ficción porque no es la cosa en sí misma sino una representación necesariamente parcial y subjetiva de la realidad.
Juan José Millás se apunta entre los creyentes de esta teoría:
"Todo periodismo es literario en la medida en la que el periódico no es la realidad, sino una representación de la realidad, y por lo tanto opera sobre ella, sobre la realidad, con herramientas que podemos encontrar en cualquier libro de preceptiva literaria, desde la metonimia a la sinécdoque, pasando desde luego por la metáfora, la condensación o la elipsis."
Más allá de las técnicas y del oficio que, por obra de la estilística, procura en lo posible la objetividad y la imparcialidad, el trabajo del periodista consiste sobre todo en buscarle sentido a la información. El periodista no puede contar todo lo que ve —necesitaría todas las páginas del periódico—, tiene que escoger un fragmento de todo el haz que abarca su mirada y decidir qué es lo significativo. Para esta tarea ha de poner en funcionamiento tanto su memoria de lo inmediato como su experiencia literaria puesto que sus únicas herramientas son las palabras, aunque esté muy consciente de que escribir bien no es un fin en sí mismo.
"Debería preocuparse de educar su mirada tanto como de pulir su técnica", dice Millás. "El significado no se encuentra a base de técnica, sino a base de talento literario. Quizá el significado, igual que lo que llamamos el sentido de la vida, no sea más que una construcción, pero esa construcción la que el lector espera encontrar cuando abre el periódico."
A pesar de que ya conoce gran parte de la información cada mañana, por la difuminación televisiva o radiofónica de las noticias, el lector espera ese plus de sentido que viene del texto organizado:
"Los datos no son información hasta que no se articulan, hasta que no se leen." No basta la información desnuda de las televisiones: hay que leer la crónica del partido o de la corrida, sobre todo si se atiende a aquella antigua superstición siciliana de que la palabra impresa es verdad.
Entre los autores que se han dedicado a reflexionar sobre el sentido del periodismo en nuestro tiempo, a pensarlo de nuevo y a poner en entredicho sus prácticas más comúnmente aceptadas, se encuentran Bill Kovach y Tom Rosenstiel, quienes escribieron y firmaron al alimón Elementos del periodismo: lo que los periodistas deberían saber y lo que el público debería esperar. (Editorial Crown Pub, Nueva York, 2001.)
En sus discusiones dentro del Committee of Concerned Journalists, definen los siguientes nueve principios:
1. La primera obligación del periodismo es decir la verdad.
2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos.
3. Su esencia es la disciplina de la verificación.
4. Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y las personas sobre lo que informan.
5. Debe servir como un vigilante independiente del poder.
6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso.
7. Ha de esforzare en hacer de lo importante algo interesante y oportuno.
8. Debe seguir la noticia de forma a la vez exhaustiva y proporcionada.
9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicta su conciencia.

Con todo y eso, su creatividad verbal es la que finalmente se impone como punto de referencia para redefinir la crítica relación entre quienes cubren las noticias y quienes somos sus consumidores. La idea de que todo reportaje debe estar "equilibrado" y no ser "prejuiciado" también es objeto de discusión por parte de Kovach y Rosenstiel. Por naturaleza, creen, el periodista está "prejuiciado", pero eso no importa. "It's OK." Y el que las noticias deban estar "balanceadas" resulta una imposición injusta y no debe ser un objetivo del periodismo.
Tener prejuicios es parte de la naturaleza humana y a los periodistas profesionales no se les debe exigir que renuncien a su visión del mundo. Lo importante no es que el reportaje aparezca "equilibrado" sino que a cada parte se le conceda un espacio proporcional a su papel o a su importancia en el asunto. Lo que cuenta es el esclarecimiento.
Según ellos, los principios y el propósito del periodismo no están definidos por la tecnología o las "técnicas" sino por la función que las noticias tienen en la vida de la gente. ¿Para qué sirve el periodismo? Para ir construyendo el sentido de comunidad, de ciudadanía, y enriquecer la convivencia democrática. Para ir actualizando el lenguaje de la tribu, poner en circulación las ideas, dar continuidad a las conversaciones de la gente y a las historias que se cuentan (o se inventan).
Aparte de ser un organizador y un editor (en el sentido cinematográfico) de la información, el periodista lo que busca es encontrarle un sentido a las cosas: volver simple lo complejo. Es un productor de sentidos: un contador de historias.






 

La entrevista perdida de Juan Rulfo

La literatura es un arte,
o un ejercicio misterioso,
en el que las opiniones del
autor no cuentan. Y puede
que tampoco sus intenciones.

—Jorge Luis Borges


Cuando Juan Rulfo leyó su novela Pedro Páramo veinte años después de haberla publicado —es decir, Rulfo como lector de Rulfo—, tuvo la sensación de que en su personaje había una carga histórica que tal vez él mismo no había tenido muy consciente cuando la escribió:
“Pedro Páramo es un cacique. Eso ni quien se lo quite. Estos sujetos aparecieron en nuestro continente desde la época de la conquista con el nombre de encomenderos”, le dijo en 1975 al poeta argentino Máximo Simpson.
El escritor contaba con que la figura del cacique estaba ya entre los señores mexicas. Ya existía el cacicazgo como forma de gobierno antes de la toma de Tenochtitlan, “de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique indio antes de tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda, y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra”.
La entrevista con Máximo Simpson, que vivió en México en los años 70, no llegó a cumplirse porque Rulfo nunca entregó sus respuestas al entrevistador. El acto de la entrevista, entonces, no se consumó. De haber sido recibida y publicada por Simpson el texto le pertenecería ahora como autor, pero como quedó algún tiempo olvidada entre los manuscritos que dejó el novelista jalisciense, fallecido en 1986 a las 69 años, el copyright al parecer corresponde a sus herederos. Sin embargo, la anécdota replantea un interesante problema para los especialistas en derecho de autor. ¿Quién es el verdadero autor de la entrevista, el entrevistado o el entrevistador?
No deja de ser rulfiano que a Simpson Juan Rulfo le conteste desde el más allá: desde ultratumba, como Chataubriand.
Para el escritor argentino fue un verdadero regalo de la vida que el tiempo —veinticinco años después— le haya devuelto las respuestas de Rulfo primero en la revista Milenio (del 14 de septiembre de 1998, México DF) y luego en el número 1 de Los Murmullos (primer semestre de 1999), el boletín de la Fundación Juan Rulfo que reproduce las preguntas a máquina de Simpson y las líneas redactadas por Rulfo, en tinta verde y de su puño y letra. (Más tarde Alberto Vital las incorporó también, sin darle crédito a Simpson como firmante de la entrevista, en Noticia de Juan Rulfo, la mejor biografía que hasta ahora se ha escrito sobre el mejor novelista mexicano de todos los tiempos.)
A Simpson le emocionó mucho la fotocopia de su cuestionario y las contestaciones de Rulfo:
“Fue una verdadera sorpresa, y muy grata, porque yo había dado todo por perdido, y nunca imaginé que Rulfo intentaría contestar ni siquiera la primera pregunta. Yo conocía, como muchos otros, la actitud reticente de Rulfo ante el periodismo, y no quise acosarlo para obtener sus respuestas. Siempre me repugnaron los periodistas mercenarios, para los que una buena primicia vale más que una o muchas vidas”.
La entrevista había sido acordada por Rulfo en casa de Fernando Benítez, adonde fueron a comer Máximo Simpson y Federico Vogelius, entonces director ejecutivo de la revista Crisis de Buenos Aires. Rulfo dijo que esta vez sí iba a responder. Le pidió a Simpson que prepara unas preguntas para contestarlas por escrito. Después de entregarle la lista, Simpson le mencionó la idea dos o tres veces, pero no quiso insistir más. Le pareció que Rulfo no tenía ganas de seguir con ese compromiso y sintió que él, Simpson, estaba respetando su voluntad.
“Me hubiera dado vergüenza importunarlo. Para mí era más importante mantener una relación cordial con ese ser humano y escritor al que admiraba inmensamente y por el que sentía mucho cariño, aunque no era mi amigo, sino apenas un conocido. Me gustaba sentarme a conversar con él cuando lo encontraba en la librería El Ágora. Siempre fue muy cordial. No hablábamos de literatura sino de bueyes perdidos, y ése es uno de los regalos que me dio la vida, y que le debo a mi querido México.”
Durante los años anteriores a 1975, los veinte que habían transcurrido desde 1955, fecha de la primera edición de Pedro Páramo, Rulfo no había hablado del encomendero. La idea de asociarlo con el cacique parece haber sido una deducción suya, a posteriori, como lector de Pedro Páramo. Tal vez por su profundo conocimiento de la historia de México, especialmente la del siglo XVI.
Lo que en otro párrafo refrenda la entrevista frustrada es el interés y la pasión que tenía Rulfo por lo que los filósofos alemanes llaman el quehacer histórico social. Tenía conciencia de la tierra, de la historia y sus consecuencias, su devenir, su construcción social y política. Y entendía sus concatenaciones. A ese tipo de experiencia histórica, y no sólo personal, aludía cuando razonaba que la creación literaria se hace de la experiencia, la memoria, la imaginación y la emotividad. Si era un escritor nato, como decía Efrén Hernández, fue porque nació sabiendo lo que a otros les toma cuarenta años entender: que la literatura es invención y mentira, que está íntimamente engarzada al ser humano y que procede a partir de la ficción de la memoria, dejando blancos activos aquí y allá, oquedades significativas, huecos por donde puede inmiscuirse la creatividad del lector (como el que ve en el cacique al encomendero). Por eso consiguió que el realismo fuera también en su obra, sin dejar de serlo, una ilusión.
“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable nuestra vida. Usted dirá —le dijo a Máximo Simpson— que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo; pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?"


http://federicocampbell.blogspot.com/

La ficción de la memoria
http://rulfomemoria.blogspot.com/
















































 

El estilo periodístico

Los periódicos de ahora
son medios de comunicación,
pero no medios
masivos de comunicación.

—Abelardo Casanova
Hermosillo, Son




La previsión del periodista sonorense, en 1992, parecía referida sólo al escaso tiraje de los diarios del Noroeste. En cosa de diez años no parece una alusión gratuita a la tendencia a la baja que están sintiendo en todos los países los medios impresos, sobre todo en una sociedad ágrafa como la mexicana. Nadie supone que los periódicos y las revistas vayan a desaparecer, ni que en su mayoría sean dignos de ser leídos, en primer lugar porque no tenemos por qué permitirlo o resignarnos a la fatalidad. Sin embargo, es evidente que cada día llegan menos a las manos de un sector muy reducido de la población. Mario Vargas Llosa sostiene que no hay una destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser, a pesar de que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales monopoliza cada vez más el tiempo que dedicamos al ocio y a la diversión, arrebatándoselo a la lectura.
Otro optimista de la palabra escrita responde al nombre de Álex Grijelmo. El autor de El País. Libro de estilo, La seducción de las palabras, Defensa apasionada del idioma español, y El estilo del periodista, está convencido de que el repliegue de los medios impresos no responde únicamente a la proliferación de los cortos, rápidos, superficiales mensajes televisivos y radiofónicos, sino al descuido de los practicantes del periodismo escrito que han perdido el amor por el estilo y la lengua.
En su esperanza de recuperar el placer de la escritura, la alegría de la frase feliz, el profesor español rescata en estos libros el sentido que siempre tuvo el mester de periodista.


Solo la belleza del idioma puede
lograr la supervivencia de estos
medios frente al desarrollo y avance
de las nuevas tecnologías electrónicas.
—Alex Grijelmo

Un libro como el suyo, El estilo del periodista
(editorial Taurus), que se pretende auxiliar de la enseñanza y el autoaprendizaje, está obligado a cubrir las nociones más elementales del oficio (las concernientes a los géneros periodísticos clásicos, por ejemplo), pero al mismo tiempo se propone como una apuesta en favor de la buena escritura y el gusto por el idioma y, además, como una reflexión sobre los medios actuales de comunicación y el papel que tienen en nuestra percepción del mundo. Su uso es muy práctico. Está organizado como el diccionario de lugares comunes de Gustave Flaubert (que por cierto acaba de publicar la estupenda revista mexicana que dirige Eduardo Lizalde Biblioteca) y no debería faltar en el escritorio de cada periodista o estudiante de “ciencias y técnicas de la comunicación”.
Álex Grijelmo ha estado dando clases y dirigiendo talleres en la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano que fundó en Cartagena de Indias, Colombia, Gabriel García Márquez (otro optimista del periodismo escrito). Cuando publicó, sin firma, El País. Libro de estilo, no fue el primero en sorprenderse de que el volumen se vendiera como pan caliente más entre lectores comunes y corrientes que entre estudiantes y profesionales de la información. Y es nunca imaginó que los pocos lectores de periódicos que quedan (entre más pocos, más leales, más acuciosos) quieren saber cómo están las costuras del traje por dentro, cómo se cocina la cosa, como se le manipula, cómo se le da gato por liebre, cómo se hace el vacío a un acontecimiento o a algún personaje, cómo se oculta una noticia en páginas interiores, cómo se prepara una entrevista, cómo se buscan siempre por lo menos dos opiniones (si opuestas, mejor) para equilibran las diferentes versiones de la “verdad”.
En el fondo lo que está en las proposiciones de Grijelmo es la incitación al periodista para que asuma la escritura de libros como una tarea paralela a la de su fugaz quehacer cotidiano. La concentración en un libro le permitirá conocer el placer de la escritura: actuar como su propio jefe, con mayor libertad, pues tendrá para realizarlo todo el tiempo que necesite, y podrá conseguir mayor densidad y profundidad en los temas que trate. El libro, por lo menos, interesa a su autor: le ayuda a inventarse y a integrarse mejor como ser humano. Que se venda o no el libro, eso ya es otro boleto.
La crónica y el reportaje —a diferencia de la pura invención literaria— tienen como referentes más inmediatos los hechos y los testimonios verificables. Por mucha fantasía que pudiera traslucirse en el metabolismo literario del periodista y en las subjetividades de los entrevistados, la norma es que el redactor se limite en lo posible a los datos y no se valga de la convención de la mentira propia de la literatura.
El periodista es un cazador, alguien que establece conexiones: relaciona hechos e ideas, escoge datos con rigor y criterio, comprueba las fuentes, interpreta el acontecimiento y organiza por escrito lo mejor que puede su texto para disfrute del lector. Algo semejante, pero según otras reglas, hace el novelista, que es un agricultor y vive en un ritmo mental —más lento— que el del periodista siempre acelerado por la presión de los hechos y el tiempo.
“Las imágenes son mucho más aptas”, dice Fernando Savater, “para comunicar acciones o desbordamientos pasionales que razonamientos. La televisión ofrece formas seductoras como la expresividad no verbal, los gozos y las sombras del cuerpo a cuerpo, la catarata visual y rítmica del videoclip, pero el periodismo escrito tiene el propósito de civilizar, contrapone a la sensación el pensamiento y a la imagen subyugadora el sentido”.













 

El estilo del periodista

Los periódicos son medios de comunicación,
pero no medios masivos de comunicación.
—Abelardo Casanova




Solo la belleza del idioma puede
lograr la supervivencia de estos
medios frente al desarrollo y avance
de las nuevas tecnologías electrónicas.
—Alex Grijelmo


La previsión del periodista sonorense, en 1992, parecía referida sólo al escaso tiraje de los diarios del Noroeste. En cosa de diez años no parece una alusión gratuita a la tendencia a la baja que están sintiendo en todos los países los medios impresos, sobre todo en una sociedad ágrafa como la nuestra. Nadie supone que los periódicos y las revistas vayan a desaparecer, ni que en su mayoría sean dignos de ser leídos, en primer lugar porque no tenemos por qué permitirlo o resignarnos a la fatalidad. Sin embargo, es evidente que cada día llegan menos a las manos de un sector muy reducido de la población.

Mario Vargas Llosa sostiene que no hay una destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser, a pesar de que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales monopoliza cada vez más el tiempo que dedicamos al ocio y a la diversión, arrebatándoselo a la lectura.
Otro optimista de la palabra escrita responde al nombre de Álex Grijelmo. El autor de El País. Libro de estilo, La seducción de las palabras, Defensa apasionada del idioma español, y El estilo del periodista, está convencido de que el repliegue de los medios impresos no responde únicamente a la proliferación de los cortos, rápidos, superficiales mensajes televisivos y radiofónicos, sino al descuido de los practicantes del periodismo escrito que han perdido el amor por el estilo y la lengua.
En su esperanza de recuperar el placer de la escritura, la alegría de la frase feliz, el profesor español rescata en estos libros el sentido que siempre tuvo el mester de periodista.
Un libro como el suyo, El estilo del periodista (editorial Taurus), que se pretende auxiliar de la enseñanza y el autoaprendizaje, está obligado a cubrir las nociones más elementales del oficio (las concernientes a los géneros periodísticos clásicos, por ejemplo), pero al mismo tiempo se propone como una apuesta en favor de la buena escritura y el gusto por el idioma y, además, como una reflexión sobre los medios actuales de comunicación y el papel que tienen en nuestra percepción del mundo. Su uso es muy práctico. Está organizado como el diccionario de lugares comunes de Gustave Flaubert (que por cierto acaba de publicar la estupenda revista Biblioteca) y no debería faltar en el escritorio de cada periodista o estudiante de “ciencias y técnicas de la comunicación”.
Álex Grijelmo ha estado dando clases y dirigiendo talleres en la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano que fundó en Cartagena de Indias, Colombia, Gabriel García Márquez (otro optimista del periodismo escrito). Cuando publicó, sin firma, El País. Libro de estilo, no fue el primero en sorprenderse de que el volumen se vendiera como pan caliente más entre lectores comunes y corrientes que entre estudiantes y profesionales de la información. Y es nunca imaginó que los pocos lectores de periódicos que quedan (entre más pocos, más leales, más acuciosos) quieren saber cómo están las costuras del traje por dentro, cómo se cocina la cosa, como se le manipula, cómo se le da gato por liebre, cómo se hace el vacío a un acontecimiento o a algún personaje, cómo se oculta una noticia en páginas interiores, cómo se prepara una entrevista, cómo se buscan siempre por lo menos dos opiniones (si opuestas, mejor) para equilibran las diferentes versiones de la “verdad”.
En el fondo lo que está en las proposiciones de Grijelmo es la incitación al periodista para que asuma la escritura de libros como una tarea paralela a la de su fugaz quehacer cotidiano. La concentración en un libro le permitirá conocer el placer de la escritura: actuar como su propio jefe, con mayor libertad, pues tendrá para realizarlo todo el tiempo que necesite, y podrá conseguir mayor densidad y profundidad en los temas que trate. El libro, por lo menos, interesa a su autor: le ayuda a inventarse y a integrarse mejor como ser humano. Que se venda o no el libro, eso ya es otro boleto.
La crónica y el reportaje —a diferencia de la pura invención literaria— tienen como referentes más inmediatos los hechos y los testimonios verificables. Por mucha fantasía que pudiera traslucirse en el metabolismo literario del periodista y en las subjetividades de los entrevistados, la norma es que el redactor se limite en lo posible a los datos y no se valga de la convención de la mentira propia de la literatura.
El periodista es un cazador, alguien que establece conexiones: relaciona hechos e ideas, escoge datos con rigor y criterio, comprueba las fuentes, interpreta el acontecimiento y organiza por escrito lo mejor que puede su texto para disfrute del lector. Algo semejante, pero según otras reglas, hace el novelista, que es un agricultor y vive en un ritmo mental —más lento— que el del periodista siempre acelerado por la presión de los hechos y el tiempo.
“Las imágenes son mucho más aptas”, dice Fernando Savater, “para comunicar acciones o desbordamientos pasionales que razonamientos. La televisión ofrece formas seductoras como la expresividad no verbal, los gozos y las sombras del cuerpo a cuerpo, la catarata visual y rítmica del videoclip, pero el periodismo escrito tiene el propósito de civilizar, contrapone a la sensación el pensamiento y a la imagen subyugadora el sentido”.













 

Julio Scherer, caballero andante



 

Especialistas en generalidades

Es casi un lugar común, y algo más que un juego de palabras, la conocidísima frase de Lewis Mumford que no ve en los periodistas más que a unos “especialistas en generalidades”. En Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa intercala el siguiente diálogo entre dos periodistas de Lima:
“—¿Prefieres el periodismo a la literatura?

—dijo Santiago.
“—Prefiero el trago —se rió Carlitos—. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.”


 

Periodismo escrito. Alfaguara

Fragmento de Periodismo escrito,
de Federico Campbell; Ed. Alfaguara, México, 2003.
Página 215:


La información se ha
vuelto demasiado importante
como para dejarla en manos
de los periodistas.
—Pierre Bourdieu


Página 215:


Del desdén por el periodismo —su cuestionamiento desde la sociedad o desde la literatura, o simplemente su aparición como tema en la novela y el ensayo— se tiene un antiguo registro, por lo menos desde los años de Karl Kraus a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero, por otra parte, las obras de testimonio periodístico, como las que han conocido las generaciones de las últimas décadas, reivindican el lado erótico —es decir, vital, placentero— del mester de periodista. Y siguen siendo su esperanza.


Los nuevos perros guardianes

Una de las diatribas más recientes y más leídas (ha sido traducida a seis idiomas) y polémicas de los últimos años es el breve texto se Serge Halimi, Los nuevos perros policías (periodistas y poder), que apareció en París en 1997 bajo el título de Les nouveaux chiens de garde (haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes, un violento ensayo contra la filosofía tradicional). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”.
Serge Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y colaborador frecuente en las páginas de Le Monde Diplomatique. Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que a esta palabra de le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atontados consumidores de una mercancía que se llama información. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de las grandes empresas que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, automóviles) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses. Además, ya en su escritorio y frente a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas. Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo como saben hacer los periodistas.
Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el empobrecimiento de la dialéctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelvo un sistema.”

* * *

Es casi un lugar común, y algo más que un juego de palabras, la conocidísima frase de Lewis Mumford que no ve en los periodistas más que a unos “especialistas en generalidades”. En Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa intercala el siguiente diálogo entre dos periodistas de Lima:
“—¿Prefieres el periodismo a la literatura? —dijo Santiago.
“—Prefiero el trago —se rió Carlitos—. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.”

 

El espacio mediático

Las críticas más duras e interesantes que se han hecho a los medios masivos de comunicación de nuestro tiempo han estado firmadas por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, y su discípulo y amigo Serge Halimi.
Pierre Bourdieu (Pensamiento y acción; Ed. Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2002) parte de la idea de que todas las sociedades producen una representación de lo que son y de lo que quieren ser: proyectan sus fantasías y sus deseos, construyen para sí mismas una visión del mundo y esa manera de organizar su percepción se realiza, entre otras cosas, pero fundamentalmente, a través de los medios masivos de comunicación. Entre nosotros como sujetos y el mundo como representación se interponen los medios que comercializan la información como mercancía. Son el cristal —de diversos tonos, a veces opacos y confusos— con que miramos las cosas.
Llevamos ya por lo menos veinticinco años oyendo la misma cantaleta referida a la “importancia actual del los medios de comunicación”. ¿No eran importantes en 1943? ¿Hacia 1917 o 1823 no tenían ninguna importancia?
Lo que sucede, por supuesto, es que nunca en la historia como ahora la profusión y la proliferación de los medios había sido tan vasta. Nunca como ahora la intrusión de los medios en los hogares había sido tan consuetudinaria ni tan penetrante, para bien y para mal. Hace todavía veinte años no se contaba, tecnológicamente, con la abundancia de sistemas impulsados por la vía electrónica, telefónica y satelital. Por esta nueva circunstancia, más allá de la consabida y tradicional tendencia del poder a controlar a la prensa, es natural que en nuestros días la lucha política apunte esencialmente a condicionar esos medios y las visiones que procrean. Siempre ha sido ése el propósito de la propaganda, pero ahora también se tiende, según Bourdieu, “a reforzar o modificar la visión del mundo social” controlando los medios audiovisuales y, si es posible pero no indispensable, también los impresos.
Otro de los libros más críticos del periodismo que se han escrito en los últimos años se titula Los nuevos perros policías, de Serge Halimi, profesor de la Universidad de California en Berkeley, y colaborador de Le Monde Diplomatique. A fines de 2002, Les nouveaux chiens de garde llevaba vendidos más de 220 mil ejemplares y hasta esa fecha, habiendo aparecido en 1997, Le Monde no había publicado una crítica del libro.
Serge Halimi, de 40 años, doctor en Ciencias Políticas, profesor también en la Sorbona, se refiere particularmente a la situación de los medios en Francia y sólo el lector mexicano de su libro sabrá inferir si hace extensivas sus ideas al caso de México. Es curioso, pero no casual, que hasta ahora su libro no haya sido publicado por ninguna editorial de habla española. Serge Halimi acusa a los treinta periodistas franceses más conocidos de amplificar la voz del poder económico y político, de erigirse en profesores de moral y censurar el pensamiento crítico con la "utopía ultraliberal".
El escopetazo constante de la información radiofónica y televisiva rápida y breve, perecedera y volátil— no tiene a la gente mejor informada que antes. El receptor se entera de que sucedió algo, pero no retiene mucho los detalles ni le importan mucho. Los sabe como de oídas y de alguna manera intuye que no necesita saber leer ni escribir para estar mínimamente informado, como si estuviera de vuelta en la deliciosa irresponsabilidad de la infancia analfabeta.
No sabemos muy bien hacia dónde vamos. Lo único que sentimos es que estamos asistiendo a un momento de transición, del periodismo escrito al periodismo oral. Y podría pasar lo que pasó con los telegrafistas: que los periodistas escritores ya no tengan ninguna razón de existir y tengan sus días contados.
Los mecanismos y la influencia del “campo periodístico” cada vez están más sometidos a las exigencias del mercado e inciden en los diferentes campos de producción cultural: el jurídico, el literario, el artístico, el científico. Hay una globalización del capital y por tanto de los medios que utilizan las grandes empresas monopólicas para obtener ganancias. Y esta transformación que nos está ocurriendo tiene que ver con la cultura dominada por lo mercantil, ajena a todo sentido de solidaridad. Son los tiempos que corren. Todos los días, alrededor de las 24 horas, somos bombardeados sin piedad por esos estridentes cañones de la información simplificadora, transitoria y desechable, que accionan artilleros de muy mediana formación intelectual.
Bajo el imperio de esa otra dimensión que empieza a configurar el espacio mediático, los periódicos se han convertido en parques temáticos; se dividen en secciones o en muchos periódicos especializados, para todos los gustos, como las capas de una cebolla. En sus encebolladas páginas se recopilan opiniones en lugar de hechos y, finalmente, la “opinión pública” se manipula como simple y llano público: espectadores, clientes a quienes hay que halagar y satisfacer. Consumidores, no ciudadanos.
A lo que se refiere Bourdieu no es a la profusión de los medios sino a su calidad y a su uso. El manejo delicadísimo de la información suele quedar en manos de un ejército de locutores y periodistas orales —cuya mediocridad no sólo es atribuible a su falta de estudios universitarios— que se prestan al juego de sus patrones empresariales y sus relaciones de poder.

 

Las reglas del juego

Ahora que —con tanto merolico en la televisión— se empieza a temer que el periodismo escrito tiene sus días contados resulta más alentadora que nunca esta demostración de fe en la palabra impresa que significa El País. Libro de estilo, preparado anónimamente por Alex Grijelmo.
No lo firma como autor porque, es evidente, se trata de una obra colectiva: la que se fue gestando en la práctica de los reporteros españoles a partir de 1977.
Se pensó este manual para establecer las reglas del juego redaccional, las convenciones léxicas que siempre son necesarias en cualquier lengua viva expuesta a los nuevos vocablos y a las cada vez más frecuentes intrusiones de la semántica anglosajona. Por ejemplo: ¿debe escribirse mafia o maffia?
"Mafia. Organización de origen siciliano, de carácter delictivo y secreto, con multiplicidad de fines: el lucro, la venganza, el socorro mutuo y el encubrimiento entre sus miembros. Otra nota peculiar es que siempre ha estado relacionada con el mundo político; en unas ocasiones, para valerse del poder y en otras, para ser utilizada por éste. Se escribe en redonda y con mayúscula inicial. Cuando la palabra mafia se aplique, por extensión, a cualquier otra organización clandestina y criminal, se escribirá toda en minúsculas, pero en redonda."
Lo interesante de este auxiliar de redacción y de principios profesionales es que, destinado originalmente a los escritores del diario madrileño, empezó a ser comprado por los lectores comunes y corrientes impulsados por la curiosidad de saber cómo se confecciona un periódico, cómo se tejen las costuras por dentro del saco.
Pero el libro no se restringe a fijar la grafía de las palabras, las siglas y las transcripciones de términos extranjeros. No. Se aprovecha el volumen para exponer una declaración de principios y la línea editorial de El País, "un periódico independiente, nacional, de información general, con una clara vocación europea, defensor de la democracia pluralista según los principios liberales y sociales, y que se compromete a guardar el orden democrático y legal establecido por la Constitución".
En este marco, acoge todas las tendencias, excepto las que propugnan la violencia para el cumplimiento de sus fines.
El País rechazará cualquier presión de personas, partidos políticos, grupos económicos, religiosos o ideológicos que traten de poner la información al servicio de sus intereses.
En lo concerniente a la relación entre los periodistas y los dueños del periódico, reconoce: el reportero puede invocar la cláusula de conciencia, y dar por resuelta o extinguida su relación laboral, cuando se le imponga la realización de algún trabajo que él mismo considere que vulnera sus principios y violente su conciencia, es decir, si se considera afectado en su libertad, su honor o su independencia profesional.
La verdad periodística es una verdad en RAM (random access memory) y hay que esperar un tiempo antes de transferirla al disco duro de la historia. Mientras tanto, "el periódico ha de ser el primero en subsanar los errores cometidos en sus páginas y hacerlo lo más rápidamente posible y sin tapujos".
En los casos conflictivos hay que escuchar o acudir siempre a las dos partes en litigio.
El periodista transmite a los lectores noticias comprobadas, y se abstiene de incluir en ellas sus opiniones personales.
Los reporteros no deben hacer el vacío a un personaje o a una institución sólo porque hayan tenido problemas para cubrir determinada noticia. Es asunto suyo si tienen problemas con alguien. A nadie le importa. Son gajes del oficio. El derecho a la información es sobre todo del lector, no del periodista.
Hay que evitar el recurso de disimular como fuentes informativas (“según los observadores”, “a juicio de analistas políticos”) aquellas que sólo aportan opiniones.
Es inmoral apropiarse de noticias de paternidad ajena.
Está terminantemente prohibido reproducir ilustraciones de enciclopedias, revistas, etcétera, sin autorización previa de sus propietarios o agentes.
También está prohibidísimo firmar una noticia en un lugar en el que no se encuentra el autor, ni siquiera en el caso de los enviados especiales que elaboren una información recién llegados de un viaje.
Nunca los intereses publicitarios motivarán la publicación de un articulo o un suplemento.
El secreto profesional es un derecho y un deber ético de los periodistas. La protección de las fuentes informativas constituye una garantía del derecho de los lectores a recibir una información libre, y una salvaguarda del trabajo profesional. Ningún redactor ni colaborador podrá ser obligado a revelar sus fuentes.
Entre las singularidades informativas de El País —el criterio que determina para sí mismo y del que advierte a los lectores— se encuentran no recoger como noticias las falsas amenazas de bomba, ser prudente con las informaciones sobre suicidios, y omitir el nombre de la víctima de una violación.
Si bien el periódico asienta como un falta de ética el hacer el vacío a un personaje o a una institución, puntualiza en cambio que en sus páginas no se publicarán informaciones sobre la competición boxística, "salvo las que den cuenta de accidentes sufridos por lo púgiles o reflejen el sórdido mundo de esta actividad."
"La línea editorial del periódico es contraria al fomento del boxeo, y por ello renuncia a recoger noticias que contribuyan a su difusión."




 

Un oficio de fracasados

Habiendo fracasado en
todos los oficios, decidí
hacerme periodista
.
—Mark Twain


Por su título, Un oficio de fracasados, del periodista español Rodolfo Serrano, este libro de apenas 150 páginas podría parecer una diatriba más en contra del periodismo. Pero no lo es, a pesar de que recoge muchas de las malas cosas que, irónicamente, se han dicho y se siguen diciendo sobre el periodismo y sus oficiantes. El periodismo, como el comercio y el crimen, no ha sido inmune a la tecnología ni a la globalización.
Rodolfo Serrano (Madrid, 1947) está de vuelta de muchas experiencias. Trabajó 25 años en El País y vive en Córdoba, donde publicó —en la editorial Berenice— este libro amable, poco crítico y que lleva un prólogo de Juan Luis Cebrián.
Piensa el autor que el periodismo es bonito y apasionante. No le quedó ninguna amargura. Lo que ha tratado de demostrar es que los periodistas, si somos honestos, somos unos fracasados porque no logramos lo que queríamos. “Queríamos cambiar el mundo y no lo conseguimos.” La idea se le ocurrió hace varios años cuando escribió un artículo titulado “No digáis a mi madre que soy periodista”.
Si bien habla de manipulación, plagio, corrupción, presiones políticas, que ha visto a lo largo de su carrera, su reflexión se centra más que nada en la ética, la honestidad y la imparcialidad del periodismo, pero no deja de deslizar la sensación de que, luego de muchos años, la actividad periodística equivale a trazar rayas en el agua. Siente uno a veces que ejerce un periodismo sin consecuencias.
Cree que a diferencia de hace 25 años, el periodismo en España ha cambiado; y no tanto porque se perdió con el tiempo la ilusión que significaba rehacer las cosas durante el periodo de transición política, al pasar de la dictadura franquista a lo que vino después, sino porque ha cambiado la rapidez de la publicación de las noticias y porque cada vez se pisa menos la calle. “Se hace periodismo de butaca y de teléfono.” Lo que antes necesitaba 24 horas para llegar al lector ahora tarda unos minutos. Vivimos prácticamente en una época en la que se da la simultaneidad de la información; de las cosas se sabe en cuanto suceden, aunque lo importante no es informarse rápido sino estar bien informado.
Entre una meditación y otra, Serrano desliza alguna otra frase sarcástica sobre el periodismo como la de Louis Pauwell que decía que “la nuestra es la única profesión que te permite escribir sin necesidad de leer”. Más adelante vuelve a explicar que el título del libro viene de la sensación que tienen los periodistas cuando ven que su artículo no ha cambiado la sociedad como ellos pensaban (ilusos) que ocurriría.
Libelo pro y contra el periodismo, sin embargo, el texto de Rodolfo Serrano puede hacer comprender al lector la grandeza de este trabajo cuando se desarrolla con honestidad, sin dejarse absorber por ese poder con el que se convive a diario pero al que hay que mantener a distancia. Su colega José Luis Rodríguez siente que el libro “nos deja un sabor agridulce porque todo lo que cuenta no sólo es cierto, sino que, con otras situaciones y personajes, es adaptable a lo que hemos visto en los dos lados de las trincheras”.
El saldo de esta reflexión es más optimista que pesimista. Serrano se mantiene en la fe de que el periodismo es la mejor herramienta que tiene el ciudadano para defenderse de los abusos del poder. A la larga o a la corta, las revelaciones del periodismo impreso tienen su efecto en la sociedad y en el gobierno, pues en última instancia la aspiración de toda labor periodística es mejorar la calidad de la convivencia civil, es decir, de la democracia.
Uno de sus lectores, al preguntarse qué es un periodista, recuerda algo que le contaba una maestra de literatura: En una isla remota perdida en un mar todavía más remoto, un volcán amenaza hacer explosión en cualquier instante y destruirlo todo en cuestión de minutos. En medio del caos y del desaliento que semejante cataclismo ocasiona, sólo existen dos clases de personas: las que quieren abandonar la isla a cualquier precio y unos locos que luchan desesperadamente por ingresar a ella.
Estos últimos se hacen llamar periodistas.
Y es que en el fondo, Rodolfo Serrano no se siente tan fracasado por el hecho de que el periodismo no haya cambiado las cosas. Sabe, como aquel escritor norteamericano de la generación perdida, que si bien las cosas no tiene remedio, al mismo tiempo —paradójicamente— hay que hacer algo por transformarlas. Y ese algo se puede hacer desde el periodismo, todos los días, gota a gota, hasta horadar la piedra de la estulticia y la intolerancia. Después de la literatura, no ah actividad humana más apasionante que el periodismo: te permite conocer países y personas, y vivir la vida como una permanente aventura, como dice Mario Vagas Llosa.
De este género de libros, el que anteriormente había llamado la atención por su carga crítica es Los nuevos perros guardianes, del francés Serge Halimí, discípulo de Pierre Bourdieu. Allí se cuestiona la práctica del periodismo francés y se señala, sobre todo, a los locutores de televisión como los más influyentes. Dice Halimi que son los nuevos guías espirituales de la sociedad y que cubren el papel que antes correspondía a los sacerdotes o a los intelectuales. El autor francés, profesor de la Universidad de Berkeley, en California, hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder (el contexto es el de los sueldos altos) que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atontados consumidores de una mercancía que se llama información. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa. Los locutores se sienten importantes y se preocupan por adivinarle el pensamiento a sus patrones y a la más poderosa clase empresarial cuyos intereses defienden todos los días y a toda hora. En cadena nacional.




 

La máquina de escribir y el chaleco antibalas

Desgastan su vida
sólo en ganársela.

—Francisco de Quevedo


En la visión de un escritor tijuanense, Heriberto Yépez, el periodista Jesús Blancornelas no se sentaba ante la máquina de escribir sin ponerse antes el chaleco antibalas. Es la imagen más acertada de un reportero que desde muy joven entendió el oficio como un instrumento de la democracia para hacer más digna la convivencia civil. Ni intelectual ni político, el periodista era para él simplemente un hombre común y corriente que tiene una cierta intuición para captar la verdad y decirla. Creyó que la sociedad mexicana, o al menos la tijuanense, lo respaldaría, pero lo dejó luchando solo. Al final, como sucede siempre, se impuso la biología y “desapareció como un puño cuando se abre la mano”.
Esta última frase pertenece a Dashiell Hammett y se localiza en El halcón maltés. El narrador personaje, Sam Spade, la desliza en la narración cuando matan a un colega suyo y dice que, sea como hay sido, era un camarada y se supone que por lo mismo uno tiene que hacer algo al respecto.
Escribir, por ejemplo:
El 23 de septiembre fue asesinado en Casas Grandes, Chihuahua, el compañero periodista Norberto Miranda, El Gallito, corresponsal de El Heraldo de Chihuahua. Cinco hombres con rifles de asalto lo acribillaron frente a sus compañeros en la sala de redacción del periódico digital www.radiovisioncasasgrandes,com donde se ganaba la vida.
Había trabajado como locutor en las estaciones de radio La Ranchera de Paquimé, en amplitud modulada, y en La Sabrosita, de frecuencia modulada.
Díaz antes en su columna Cotorreando con El Gallito publicó algo sobre la inseguridad que tiene angustiada y deprimida a la gente del noroeste de Chihuahua, donde sólo en lo que iba de septiembre, ya habían matado a 25 personas.
También Emilio Gutiérrez Soto trabajaba en El Diario de Casas Grandes y fue amenazado por militares antes del 15 de mayo cuando prefirió solicitar asilo político en Estados Unidos. Otro colaborador de El Diario, Armando Rodríguez Carreón, fue muerto a balazos hace un año afuera de su casa, en Ciudad Juárez.
Según Reporteros sin Fronteras, México es el país latinoamericano más peligroso para los nunca bien remunerados periodistas. Con Norberto Miranda ya son 55 los periodistas asesinados en México en los últimos nueve años.
Presentado en París el informe de RSF denuncia que las autoridades mexicanas no resuelven la mayoría de estos crímenes porque son incompetentes y corruptas, negligentes, pasivas y desorganizadas. Porque no tienen la menor compasión. Paradójica e irónicamente, “ningún otro país del mundo tiene tal cantidad de instituciones y funcionarios dedicados a proteger a los periodistas.” La creación de una fiscalía especial no ha pasado de ser una simulación y sus resultados se han visto como pura agua de borrajas.
El de reportero es un oficio de jóvenes. No vale la pena que se jueguen la vida poniéndose a investigar ofensivas criminales del narco que en todo caso corresponden a los policías. No deben ni tienen por qué hacerlo. No en este país. Nadie se los agradece. A nadie le importa, ni a los ciudadanos ni al gobierno. La sociedad mexicana no se los merece. Siempre se quedarán solos, como le sucedió a Jesús Blancornelas.




 

Muerte de un periodista

And that’s the way it is.
—Walter Cronkite



El sábado 18 de julio de 2009 dejó de estar entre nosotros Walter Cronkite, el primer periodista oral, radiofónico y televisivo importante que ha dado la historia. Tenía 92 años y lo habían jubilado a los 65, prematuramente. Durante más de dos décadas se dirigió todas las noches, de lunes a viernes, al pueblo norteamericano. Su autoridad moral procedía de una convicción inherente al oficio, según la axiología de aquellos tiempos: decir la verdad.
Empezó desde muy joven repartiendo periódicos en Houston. Luego fue haciéndose en el periodismo escrito de diferentes diarios y de varias estaciones de radio en las que se escribían las notas antes de leerse al micrófono. Trabajó para la cadena CBS. Y todo mundo estaba habituado a él, al periodista que nunca tomó partido, que nunca se inclinó hacia ninguno de los dos lados de la balanza en la que se sopesan las creencias políticas y los intereses empresariales.
Pensaba antes de hablar y medía sus palabras.
Practicaba un periodismo tradicional, “a la americana”, en el que el locutor no podía permitirse deslizar —ni siquiera con un gesto o un movimiento de hombros— una opinión. Creía en los cánones de la objetividad y la imparcialidad hasta lo humanamente posible. Practicaba asimismo la ética de no hacerle el vacío a nadie. La única vez que al final de una frase se le salió el amago de una lágrima fue cuando el 23 de noviembre de 1963 corrió al micrófono en mangas de camisa y dijo: “El presidente John F. Kennedy murió hoy en Dallas.”
Antonio Caño dice que en los tiempos de Walter Cronkite “el periodismo era una asunto serio, que contaba cosas serias a un público inteligente y confiado”. Eran los días de Mike Wallace, David Brinkley y Chet Huntley, miembros de la generación que empezó a dignificar al periodismo audiovisual al menos en los Estados Unidos. De lo que se trataba era de contar simplemente lo que estaba ocurriendo hasta donde fuera posible, siempre rectificable la verdad periodsística.
Decían que hablaba un inglés comprensible para toda la población y todas las clases sociales, con un acento de la clase media californiana o más bien de la costa Oeste. No el acento tejano o del sur, no el acento medio británico de Nueva Inglaterra ni el de la entonación neoyorkina.
En un momento de la historia en que en diversos países no pocas empresas televisivas empiezan a actuar como partidos políticos, apoyando a un candidato o a otro, concediendo más tiempo a una idea que a otra, promoviendo una suerte de populismo mediático que anima a las masas, la vida de Walter Crokite estará siempre en los manuales de periodismo como un caso de ética ejemplar.
Una vez lo quisieron hacer senador, ya que era “tan buen analista político”.
—No –dijo—. Por dos razones. Una: si acepto un cargo público tendría que empezar a mentir. Y dos: yo soy periodista, no político. El hecho de que hable de política no me autoriza a meterme en política. Es como si a un buen comentarista de futbol lo metieran a trabajar como quarterback de los Cawboys de Dallas.



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