Thursday, April 14, 2011

 

Descomposición de lugar

A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. —Albert Camus, La peste Hacia el segundo capítulo de La peste, la novela de Albert Camus, el personaje colectivo de la ciudad reconoce que la peste ya es “asunto de todos nosotros”. Hasta ese momento todo mundo había seguido en los suyo, pero una vez que se cerraron las puertas se dieron cuenta de que estaban en la misma red y que había que hacer algo. A partir de ce moment, il est possible de dire que la peste fut notre affaire à tous. El título de la obra alude a lo que el lector se imagine: la peste fue la guerra y el nazismo en los años 40, después puede ser el terrorismo, ahora la droga y la incontrolada violencia que nos degrada y deprime. El otro lado de la moneda, o del billete, es la actitud del gobierno estadounidense —que no detiene a ningún pez gordo— respecto a la actual tragedia. ¿Cómo no se ha de sentir frustrado el Presidente si Estados Unidos deja pasar la droga por tierra, mar y aire, gracias a sus agentes sobornados, y si la mayor parte del dinero negro pasa por sus cadenas de bancos, si las autoridades dicen que no alcanzan a investigarlos y se hacen de la vista gorda con el flujo de armas de allá para acá? Lo más estremecedor de lo que dijo el poeta Javier Sicilia después del asesinato de su hijo en Cuernavaca es que los criminales están dentro de las instituciones y que el corazón de México está podrido. No se puede terminar la guerra del Estado mexicano contra el narco mientras todo mundo esté metido en el ajo: policías y militares, funcionarios públicos, dirigentes de partidos políticos, congresistas y, en fin, representantes del Estado. Tampoco se podría ganar esa guerra maldita, esa ambigua guerra civil en la que unos mexicanos matan a otros, mientras no se ataque en serio el aspecto financiero del negocio. Ha sido muy tímido o muy cómplice el Estado mexicano al no emprender de veras una intervención quirúrgica en el circuito financiero del narco, hasta ahora intocado. Hay dos piñatas: un llena de mariguana, coca, heroína y pastillas de laboratorio. La otra piñata está repleta de billetes de diez y de veinte dólares, que es lo que suele costar una dosis en una operación de contacto rápido. Así, entonces, el gobierno mexicano sólo le da de palos a la primera piñata y respecto a la segunda se la pasa abanicando la brisa. Los economistas oficiales —bobos doctorados— tienen muchas dificultades para interpretar los indicadores del estado actual de la economía. El dinero circulante que mueven las organizaciones criminales allí está: en la industria de la construcción, sobre todo, en la hotelería, y en las casas de apuesta, los books, los casinos nuevos autorizados por Santiago Creel. También en las campañas electorales. Los llamados bancos decentes, por otro lado, de bandera española, canadiense, inglesa, estadounidense, mexicana, también reciben —acaso sin saberlo— la mayor parte del dinero que se legaliza. Los sistemas financieros en México parecen diseñados especialmente para blanquear capitales, como el programa federal de Cetes directo. Cualquier hijo de vecino puede comprar bonos gubernamentales a muy bajo precio para robustecer el gasto público. En las zonas en las que hay un vacío de Estado —Nuevo León, Michoacán, Tamaulipas, Morelos— el crimen organizado se impone como si fuera un ejército de ocupación extranjero. No es improbable, por otra parte, que la economía criminal ya sea estructural: que el capital del narco ya esté cimentado en el edificio de la economía nacional y que no se puede tocar —como la radioactividad— porque, como un montón de piedras, la economía misma del país se desmoronaría. Ya se fundió en ella la economía criminal y su extirpación sería como sanear un avión quitándole los motores. Y, aparte, existe otro problemita: nunca como ahora, o por lo menos desde los años 20, el ejército mexicano había tenido tanto poder. Hace tres años no lo tenía. ¿Quién se lo ha dado? Felipe Calderón, el Comandante en Jefe. http://horalelobo.blogspot.com/

Thursday, April 07, 2011

 

El factor sonorense

En casos como el del asesinato político se impone más que en otros la necesidad de discernir y establecer la verdad de manera verosímil y convincente. Hay varias maneras de decirla, siete según Bertolt Brecht, y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Porque la verdad jurídica —sobre todo en México donde el sistema de justicia siempre está bajo sospecha—, muchas veces no logra convencer a nadie o se utiliza para cubrir otros crímenes, tal y como lo indica la estela de incertidumbre que desde el 24 de marzo de 1994 ha dejado el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al fin y al cabo, tarde o temprano, la verdad por sí misma enseña (como decía Torcuato Tasso) y sale a flote. Hubo que esperar por lo menos cincuenta años para saber que el presidente Calles y su cómplice Álvaro Obregón mandaron matar en 1927 al general Francisco Serrano en Huzilac, Morelos, para descartarlo como competidor por la presidencia. A casi veinte años de distancia, y leída desde una perspectiva que sólo da el paso del tiempo, la “investigación especial” que encargó la presidencia de la República al abogado Luis Raúl González Pérez se demora en minucias, se pone a averiguar todas las hipótesis, se desglosa hasta el último detalle —como quien da explicaciones no solicitadas— en la biografía de algún miembro de la escolta que destinó el Estado Mayor presidencial al escenario del crimen. Sin embargo, la profusión de datos para conseguir verosimilitud por parte de la “comisión especial” no despeja las dudas y algún día se sabrá si fue o no una estupenda, fantástica y monumental operación intelectual de encubrimiento. En cada uno de los cinco tomos se echa de ver la preocupación por exculpar a Salinas. Lo que al abogado tijuanense Ricardo Gibert Herrera lo dejó más perplejo del homicidio fue la circunstancia de la protección. Subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años antes y agente del Ministerio Público Federal en el momento del crimen, Ricardo Gibert Herrera —mejor conocido como el Yuca— contaba: “Yo siempre me coordiné con el Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales. Colaboran con los cuerpos de seguridad que vienen de México. Lo hice muchas veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, dispuesto a morir, como la escolta de la guerrilla colombiana, o de Al Fatah, del Mosaad, o del presidente gringo. Tienen el mismo nivel y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie le puede romper el cerco a la escolta. Nadie. Ni una mosca.” Es como en el basquetbol: al que lleva la pelota lo van rodeando; corren con él. El personal de la escolta establece un doble cinturón de seguridad en la periferia del funcionario o del candidato. Existe un Manual de Protección de Funcionarios, elaborado por la Secretaría de la Defensa Nacional en 1997, tres años después del asesinato. En ese entonces el Estado Mayor presidencial, encargado de la custodia de Colosio, tenía ya un manual de procedimientos, de cuarenta y cinco páginas, para proteger y defender a personas públicas y todo indica, como dice en Agustín Ambriz en su artículo de Proceso del 5 de marzo de 2000, que muchos de estos procedimientos fueron violados por la escolta del sonorense. En el Manual de 1997 se establece que “el elemento de seguridad deberá estar siempre dispuesto a defender la integridad física y/o moral (aun con su propia vida) de la persona o personas a su cuidado, no debiendo dudar en repelar una agresión, aun encontrándose en desventaja, pensando en todo momento que el objetivo para el cual fue entrenado es mantener ilesas y en su caso librar de cualquier lesión a la persona o personas encomendadas a su custodia”. No creen en Sonora que a Colosio le faltara el temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sienten que el fulminante golpe vino de las instancias más altas del poder. Creen que salvó la estirpe de los sonorenses, que sacó la casta, que se opuso, que dijo que no, que se le salió lo sonorense cuando Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial. —Siempre no —le dijeron. —Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chíngense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chíngense. Métanse en un lío. Mátenme.

 

El problema de la justicia

—Pero no todos son inocentes. Digo, los que caen en el engranaje. —A como anda el engranaje, todos podríamos ser inocentes. —Pero entonces también podría decirse: a como anda la inocencia, todos podríamos caer en el engranaje. Leonardo Sciascia, El contexto Si algo ha dejado el diferendum con Francia por el affaire Casez es que se puso al menos de manifiesto lo mucho que nos avergüenza el desastre y la corrupción del sistema de justicia mexicano. Otra llamada de atención, una más, ha sido la exhibición del documental Presunto culpable, que se queda corto si se piensa en los miles de inocentes que desperdician o pierden sus vidas en las cárceles mexicanas. La pregunta es angustiosa: ¿Por qué antes y después de la Revolución, durante todo el siglo XX, no hemos podido resolver el problema de la justicia? La policía mexicana de nuestros días no ha sido mejor que la de los rurales que apuntalaban la dictadura de Porfirio Díaz, un cuerpo integrado por asaltantes y asesinos. No por nada Los bandidos de Río Frío, la gran novela de Manuel Payno, eran policías. Lo que queda claro es que el sistema de la administración de la justicia en México —a cargo de hampones profesionales y litigantes delincuentes— no es el sistema de justicia de un país democrático. No se puede emprender una guerra contra el narcotráfico si el Estado no puede confiar en sus policías. No se puede entender la impotencia presidencial si no se toma en cuenta la impronta de la ilegitimidad que ha distinguido este gobierno desde 2006. Allí podría estar el nudo de la trabazón, en que no quedó muy claro si Calderón ganó las elecciones o si las ganó haciendo chapuza. No es única la especulación en el sentido de que el Estado mexicano va perdiendo la lucha contra el narco porque en gran parte las policías no le son fieles. Los agentes no obedecen a sus superiores. Se trata de un entramado tan complejo que no es posible saber si un policía le es leal al país o no y se sabe que no hay crimen organizado que no esté coludido con la autoridad. De hecho, ésa es la definición de “crimen organizado”. Todo mundo está metido en el ajo. Se habla mucho de “colombianización” cuando lo que a México le hace falta es precisamente eso: que se colombianice. En Colombia hay una auténtica división de poderes. El poder judicial actúa por su cuenta sin sometimientos a gobernadores o presidentes. Por eso en Colombia hay sesenta congresistas tras las rejas. No simplemente indiciados. No. Sesenta diputados y senadores dentro de la cárcel. En México eso simplemente es impensable. En Perú hay por lo menos un expresidentes preso. Y es que tanto en Colombia y en Perú todavía existe el Estado. En México hace ya mucho tiempo que el Estado dejó de existir. Lo sabía y lo presentía Franz Kafka en “La colonia penitenciaria”: “El principio por el cual me rijo es: la culpa está siempre fuera de duda.” ¿De dónde surge la policía, cómo se forma y se sostiene, a quién sirve? ¿Es un monstruo autónomo, con dinámica y código propios, invencible? ¿Quién es la que verdaderamente tiene el poder en la calle? La policía guarda el orden, blasón de todos los dictadores. A veces el orden “evoca el desorden más profundo: véase el caso del fascismo”, dice Sciascia. Y, leyéndolo, Rodolfo Peña acotaba: “Si el problema de la policía no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el más mínimo intento de resolverlo.” A nuestro amigo chihuahuense, periodista y editor de La Jornada, le gustaba leer al siciliano. Decía Rodolfo Peña que en realidad la policía no es ningún problema: Para los poderes —que incluyen a la sociedad política, pero también a los dueños de la riqueza y a las iglesias— la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción como cualquier otro cuerpo coercitivo. El Ejército, por ejemplo. El supuesto es que los poderes están siempre enfrentados a una masa degradada, poco fiable, cargada de culpas y de faltas, capaz de amotinarse en cualquier momento y de cometer las peores tropelías. En el poder a nadie le importa lo que la policía haga con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua, contra sus antiguos congéneres. “Si la policía roba, extorsiona, golpea, tortura, secuestra y mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien: lo que sí le está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perecería su razón de ser.” De lo que se trata es de mantener a raya a la masa, no de administrar justicia. http://periodismoimpreso.blogspot.com/

 

El laberinto de la impunidad

Hay varias maneras de decir la verdad. Bertolt Brecht dice que son siete las dificultades para decirla y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se van la literatura, el reportaje y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas, pero tendrá que esmerarse en el arte de la persuasión. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Todo se puede. Todo se vale. Se acopian pruebas, no pocas veces, justamente para que no se haga justicia. Sin embargo, sigue pesando sobre los trabajos del periodista o del historiador —al menos en teoría— un mínimo de cultura jurídica que impide olvidar la presunción de inocencia, el derecho a un juicio justo y el problema de la prueba. La verdad ha sido siempre, desde los presocráticos hasta Ludwig Wittgenstein, un problema filosófico nada fácil. En nuestra vida de todos los días predomina el dilema que se tiende entre la verdad judicial y “la verdad efectiva de las cosas”, como decía Maquiavelo. Y aquí es cuando entra en conflicto la “verdad periodística” que, con todas sus imperfecciones, no puede disociarse de la vida política democrática. Con todos los riesgos que comporta, es vital en un país donde se regatea tanto la información y todo ha de constreñirse a la norma a grado tal que se llega a utilizar la legalidad como coartada perfecta. De pronto la mera mención de un nombre en un libro-reportaje de denuncia puede ser una afrenta irreparable que el afectado no se atreve a denunciar por temor a que se le haga publicidad al infundio o porque es cierto. En esos delicados márgenes tiene que moverse el periodista. Los libros reportaje abundan en nombres propios. “Para todos los que están encausados, con la excepción de aquellos a quienes se alude en el texto explícitamente como condenados de manera definitiva, es evidente que vale la presunción de inocencia, un bien que, como es sabido, va en defensa de las garantías individuales o está constitucionalmente garantizado.” Este párrafo aparece en la primera página de una investigación periodística muy notable: Mafia Export, que acaba de publicar la editorial Anagrama. El libro es del italiano Francesco Forgione y versa sobre la globalización contemporánea del crimen. No estaría mal que los libros reportaje antepusieran a su texto una advertencia como la de Forgione: “Los nombres son los que todo el mundo puede leer en las actas de las fuerzas del orden y de la magistratura, y se reproducen aquí simplemente para nombrar determinados acontecimientos y para reconstruir un panorama de conjunto y de actualidad, y no, desde luego, porque se les haya de considerar prejudicialmente culpables de los delitos que ellos niegan.” La verdad judicial corresponde, pues, a los tribunales, que dirán si hay que considerar a los imputados —en una sentencia explícita— inocentes o culpables. El periodista no debe confundir su oficio con el de un juez o el de un policía. No es ni lo uno ni lo otro. http://periodismoimpreso.blogspot.com/

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