Saturday, November 26, 2011

 

Nuevo periodismo mexicano

A Jaime Pérez Mendoza
Contra la rapidez, la brevedad y la natural superficialidad de la televisión informativa, está proliferando entre nosotros un nuevo periodismo: el que toma como espacio las trescientas o cuatrocientas páginas de un libro.
Periodismo en libro: de eso trata, justamente cuando algunos pesimistas avizoran la muerte del libro por el predominio de los medios audiovisuales que promueven el alejamiento de la cultura gráfica. No pocos periodistas mexicanos —José Reveles y Magali Tercero, Marcela Turati, Diego Enrique Osorno, Anabel Hernández, Ana Lilia Pérez, Javier Valdez— se empiezan a dar cuenta de que en el libro tienen más espacio y más tiempo. No tienen que escribir bajo presión y, lo que es más divertido, no tienen jefe.
El libro es al terreno en el que hay más libertad de expresión. La hay también en el periódico y la revista, pero menos en la televisión y la radio. Va de más a menos, según lo penetrante que sea el medio. De ahí que el libro sea el lugar en el que más cosas se pueden decir y con una mayor densidad.
Y no es que los compañeros del nuevo periodismo mexicano hayan descubierto el hilo negro. Ya en los años 80 Carmen Gaitán editaba los libros de Miguel Buendía (La Cía en México, por ejemplo, de 1983), de Miguel Ángel Ganados Chapa, Heberto Castillo, y otros, en la editorial Océano.
Diego Enrique Osorno ha publicado este año País de muertos, en la colección Debate, un conjunto de crónicas en el que comparecen Alejandro Almazán y el fotógrafo tijuanenses Alejandro Cossío. John Gilbert, joven estadounidense que reportea en México desde 2005, acaba de salir con su México rebelde, crónicas de poder e insurrección, también en Debate, que preserva para le historia —como todo libro— lo que está sucediendo en estos momentos en la guerra del Estado contra el narcotráfico.
Dice José Reveles, autor él mismo del reciente Levantones, narcofosas y falsos positivos, que ya hay cerca de cien libros de los nuevos periodistas. Y que se venden como pan caliente. Acaso el espacio de los diarios y de las revistas (Proceso, Nexos, Gatopardo, Milenio Semanal, Chilango, Letras Libres, Emeequis) les sabe a poco y les ha resultado insuficiente a estos caballeros andantes que no se la acaban: quieren escudriñar todos los rincones del país y dar cuenta, por ejemplo, de la vida cotidiana en Culiacán en los tiempos del narco, como lo hace Magali Tercero en Cuando llegaron los bárbaros, o como lo cuenta Héctor de Mauleóndesde Tijuana o Ciudad Juárez en Marca de sangre. Casi todos ellos, aunque no lo sepan, provienen de la escuela de Julio Scherer. Son reporteros scherereanos por su manera de encarar los hechos y a los personajes.
Natalia Mendoza, en Conversaciones con el desierto (publicado por el CIDE), Alma Guillermoprieto en El país del nunca jamás, Fabrizio Mejía Madrid, Sanjuana Martínez, Lidia Cacho, Sergio González Rodríguez, Renato Ravelo, Alejandro Gutiérrez, Juan Villoro, Cynthia Rodríguez, Judith Torrea, son apenas unos cuantos.
Se diría que repudian el pesimismo (aunque la realidad sea pésima) no sólo como poco edificante sino como inmoral. Su pasión es prueba de que el libro reportaje no puede ser tan sólo una cucharadita de bilis en el mar, sino una declaración voltaireana a favor del optimismo, de la fe en la palabra impresa, y con ello salvan la estirpe de los mexicanos en este país de todos los demonios.

 

Entrevista desde ultratumba

La entrevista de 1975 con el poeta argentino Máximo Simpson, que vivió en México en los años setenta, no llegó a cumplirse porque Rulfo nunca entregó sus respuestas al entrevistador. El acto de la entrevista, entonces, no se consumó… o se consumó desde el más allá. De haber sido recibida y publicada por Simpson el texto le pertenecería ahora como autor, pero como quedó algún tiempo olvidada entre los manuscritos que dejó el novelista jalisciense, fallecido en 1986 a las 69 años. Sin embargo, la anécdota replantea un interesante problema para los especialistas en derecho de autor. ¿Quién es el verdadero autor de la entrevista, el entrevistado o el entrevistador?

Para el escritor argentino fue un verdadero regalo de la vida que el tiempo —veinticinco años después— le haya devuelto las respuestas de Rulfo primero en Milenio Semanal (del 14 de septiembre de 1998) y luego en el número 1 de Los Murmullos (primer semestre de 1999), el boletín de la Fundación Juan Rulfo que reproduce las preguntas a máquina de Simpson y las líneas redactadas por Rulfo, de su puño y letra.

A Simpson le emocionó mucho la fotocopia de su cuestionario y las contestaciones de Rulfo:

“Fue una verdadera sorpresa, y muy grata, porque yo había dado todo por perdido, y nunca imaginé que Rulfo intentaría contestar ni siquiera la primera pregunta. Yo conocía, como muchos otros, la actitud reticente de Rulfo ante el periodismo, y no quise acosarlo para obtener sus respuestas. Siempre me repugnaron los periodistas mercenarios, para los que una buena primicia vale más que una o muchas vidas”.

La entrevista había sido acordada por Rulfo en casa de Fernando Benítez, adonde fueron a comer Máximo Simpson y Federico Vogelius, entonces director ejecutivo de la revista Crisis de Buenos Aires. Rulfo dijo que esta vez sí iba a responder. Le pidió a Simpson que preparara unas preguntas para contestarlas por escrito. Después de entregarle la lista, Simpson le mencionó la idea dos o tres veces, pero no quiso insistir más. Le pareció que Rulfo no tenía ganas de seguir con ese compromiso y sintió, Simpson, que estaba respetando su voluntad.

“Me hubiera dado vergüenza importunarlo. Para mí era más importante mantener una relación cordial con ese ser humano y escritor al que admiraba inmensamente y por el que sentía mucho cariño, aunque no era mi amigo, sino apenas un conocido. Me gustaba sentarme a conversar con él cuando lo encontraba en la librería El Ágora. Siempre fue muy cordial. No hablábamos de literatura sino de bueyes perdidos, y ése es uno de los regalos que me dio la vida, y que le debo a mi querido México.”

Durante los años anteriores a 1975, los veinte que habían transcurrido desde 1955, fecha de la primera edición de Pedro Páramo, Rulfo no había hablado del encomendero. La idea de asociarlo con el cacique parece haber sido una deducción suya, a posteriori, como lector de Pedro Páramo. Tal vez por su profundo conocimiento de la historia de México, especialmente la del siglo XVI.

Lo que en otro párrafo refrenda la entrevista frustrada es el interés y la pasión que tenía Rulfo por lo que los filósofos alemanes llaman el quehacer histórico social. Tenía conciencia de la tierra, de la historia y sus consecuencias, su devenir, su construcción social y política. Y entendía sus concatenaciones. A ese tipo de experiencia histórica, y no sólo personal, aludía cuando razonaba que la creación literaria se hace de la experiencia, la memoria, la imaginación y la emotividad. Si era un escritor nato, como decía Efrén Hernández, fue porque nació sabiendo lo que a otros les toma cuarenta años entender: que la literatura es invención y mentira, que está íntimamente engarzada al ser humano y que procede a partir de la ficción de la memoria, dejando blancos activos aquí y allá, oquedades significativas, huecos por donde puede inmiscuirse la creatividad del lector (como el que ve en el cacique al encomendero). Por eso consiguió que el realismo fuera también en su obra, sin dejar de serlo, una ilusión.

“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable nuestra vida. Usted dirá —le dijo a Máximo Simpson— que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo; pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?"

Desde ultratumba, donde ha de charlar con el conde de Chateaubriand, Rulfo completa la entrevista.


Friday, November 25, 2011

 

El mirlo blanco


Sí, pero hay que

cultivar nuestro jardín.

—Voltaire, Cándido.

A Miguel Ángel Granados Chapa lo conocí en la Escuela Nacional de Ciencias Políticas de la UNAM en 1960. Tomábamos clase de redacción con Henrique González Casanova. Lo recuerdo, vestido él, Miguel Ángel, de traje gris y de chaleco, mientras Henrique nos leía Hiroshima, el inolvidable reportaje de John Hersey diez años después de la bomba. Muy serio, tímido, el compañero también llevaba la carrera de Derecho, aprendizaje que siempre se le notó: en sus artículos siempre está lo que cierta pedantería abogadil llama

“sindéresis”, una forma de razonar y de manejar conceptos que tal vez sea la virtud más útil del conocimiento jurídico y que lo hermana con la literatura.

Era tal su sentido del deber, su obsesión por cumplir, que una vez en Oaxaca lo vi levantarse de una cena hacia las once de la noche para tomar un autobús que lo pusiera a tiempo en el DF y estar en los micrófonos de Radio UNAM a las 8 de la mañana.

Era un mexicano que tenía palabra. Rara avis. Mirlo blanco. Si alguna vez se equivocó, como es natural, de inmediato reconocía su error y enmendaba, sabiendo que el periodismo es como un juzgado de primera instancia donde tienen valor los hechos pero no de manera definitiva e inapelable. De cualquier cosa se le podía reclamar, menos de haber actuado de mala fe. Casi todas sus diferencias y simpatías, desavenencias y lógicas enemistades, se desprendían de lo que pensaba y escribía porque, también lo lamentaba, el periodismo no es una profesión para hacer amistades.

Es triste reconocer que en muchas cosas tenía razón: en el hecho de que el gremio de los periodistas es insolidario y rencoroso. Ningún periódico, ningún otro periodista, salió a la calle para protestar por el golpe a Excélsior en 1976. Tampoco cuando mataron a cuatro colegas en Chihuahua. Alguien que se pasa la vida criticando, descubriendo defectos, adivinando las movidas macabras del poder, nunca perdona cuando a él, periodista, se le critica. Un político, curiosamente, suele ser menos rencoroso.

El periodista por lo demás, decía, no tiene ningún poder, salvo cuando su trabajo coincide con una gran movilización social. Tampoco el periodismo es el “cuarto poder”, como sí lo es la televisión, desgraciadamente. En México Televisa tiene más poder que un partido político.

Picaba piedra, dejaba caer la gota sobre la roca, todos los días, como si estuviera edificando una catedral. Por negras que fueran las cosas —¿cómo no ser pesimista si la realidad es pésima?— el mero hecho de su persistencia diaria hablaba de una auténtica fe en el país. No todos está podrido, decía, no todo es el México de Televisa y la clase política. A la postre lo mejor de los mexicanos prevalecerá. Creía, como Scott Fitzgerald, que las cosas no tienen remedio pero que al mismo tiempo hay que hacer algo por arreglarlas. Nos hizo ver que el pesimismo es lo menos edificante del mundo, lo más inmoral; que no puede ser, de ninguna manera, que un artículo periodístico equivalga a echar un vaso de agua en el océano Pacífico. Por bajo que el ánimo decaiga, el mero acto de escribir es una manifestación de optimismo. Te mueres, pero dejas un manuscrito en una botella.

La vida es una maravillosa acumulación de saber, dice Umberto Eco. Todos los días aprendemos algo y nos enriquecemos. Por eso duele ver todo lo que se va con la muerte: la experiencia, los poemas y los boleros memorizados, la sabiduría, la ética del agradecimiento, la tolerancia, la moral del trabajo bien hecho y a tiempo.

Oui, mais il faut cultiver notre jardin.


 

La democracia mediática

El ojo que ves no es ojo

porque tú lo veas;

es ojo por que te ve.

—Antonio Machado

Una de las cosas nuevas que sí hay bajo el sol en nuestro tiempo es la intrusión de los medios audiovisuales, televisión y radio, en la democracia electoral, que ya no es como lo era en la Atenas de Demócrito. Ahora la actividad comunicativa se encuentra entre las más manipulables y es un cuchillo de dos filos: puede servir para pervertir la democracia y echarla a perder o para conducir a la humanidad a una de las fases más sublimes de su historia: a una democracia plena y madura, sana y constructiva.

Dicen los especialistas que la televisión ha transformado la política. “Más que el Parlamento, la televisión es el gran foro público donde se debate lo que a todos atañe y donde se libran las batallas por el poder”, se sostiene en la Democracia mediática (Ed. Ariel, Barcelona, 1999) que armaron Alejandro Muñoz-Alonso y Juan Ignacio Rospoir, profesores de opinión pública en la Universidad Complutense de Madrid. Se trata de una recopilación de siete artículos sobre campañas electorales en Gran Bretaña, Alemania y España. La idea de fondo es que la “democracia mediática” es aquella donde los medios llegan a usurpar funciones propias de las instituciones y conduce a la uniformación o a la “norteamericanización” de la política. Todo ha de ser, al manos en los países débiles y proclives a la imitación, como en Estados Unidos.

“La televisión ya no es sólo la cancha en la que se dilucidan las batallas políticas, sino también el arma que se utiliza para asegurarse la victoria”, cueste lo que cueste. Porque la tentación de controlar al Estado es muy grande y porque, ya lo sabemos en México, la política es dinero. Una de las motivaciones más fuertes al intervenir en las campañas electorales es conseguir el poder para hacer negocios y proteger los que ya se tienen.

Enrique Peña Nieto dice que no es el candidato de Televisa pero lo cierto es que no estaría en el lugar que ocupa hoy en las encuestas si no hubiera hecho el gran negocio propagandístico para aparecer casi todos los días, durante los últimos cinco años, en los noticieros de la concesionaria. Jenaro Villamil ha documentado que con Televisa se han firmado y pagado contratos hasta de mil millones de pesos, a cambio de inventar la candidatura de Peña y pasar como notas periodísticas actos de verdadera propaganda machaconamente. Se dice en los mentideros de la Condesa, en el Mama Roma, en los de Tijuana, en el cafetería del hotel Lucerna, o en la del hotel Gándara de Hermosillo, que Televisa va a poner Presidente. No pocos pesimistas lo creen. “Si no es que ya lo puso”, dicen los más amargados.

El regreso del PRI si sería tan grave si no fuera que equivale a que lo peor de la política nacional se reenganche con Peña Nieto: el grupo de Atlacomulco, los hampones del Estado de México, los hijos de Hank González, Salinas de Gortari, Montiel. Es tal la prepotencia y la convicción de que ya está en la Presidencia, que el candidato de Televisa se da el lujo de sostener a Humberto Moreira como Presidente del PRI. Otra demostración de poder, en el estilo del autoritarismo previsible del personaje, es haber decidido que en el caso de la niña Paulete no hubo crimen qué perseguir. En los estados los procuradores son empleados de los gobernadores y quien decide si hay elementos o no para investigar un delito es al señor gobernador, según su capricho y según sus intereses. Esa es la oferta de justicia de alguien que Televisa a convertido en candidato inevitable del PRI.

Van por todo los amigos de Peña Nieto. Van por el petróleo, los negocios, van a consumar lo que el PRI siempre se ha propuesto: el saqueo del país. El hampa política en el poder.

El caso de Televisa es único en el mundo, muy sui generis. Digno de más de una tesis de comunicación en la Universidad Anáhuac. Su papel no es como el de la televisión alemana, de bajo perfil, sin locutores demasiado protagónicos. Los últimos gobiernos le han dado a Televisa un carácter como de partido político, más poderosa que no pocos partidos políticos y todo mundo (Fox, Calderón) se le arrodilla.

Antes cuando en Televisa recibían un telefonazo de Gobernación se ponían a temblar. Ahora, cuando en Los Pinos reciben un telefonazo de Televisa, se cagan del susto.

Dos de las grandes irresponsabilidades históricas de Felipe Calderón han sido darle al Ejército un poder que no tenia hace tres años y aumentar el poder tal vez irreversible de Televisa. Vamos a ver qué consecuencias tiene esto dentro de cinco o diez años. Por lo pronto, el año que entra Televisa estará en la Presidencia.

Habrá de verse, pues, si las elecciones se ganan con la televisión o con la televisión en contra. De pueblo en pueblo, a pata, o de canal en canal, en cadena nacional. La oportunidad histórica que la vida le pone por delante a Emilio Azcárraga es hacer de la televisión una verdadera instancia de la democracia. Eso es mucho más importante y trascendente que tratar de hacer más dinero que Carlos Slim. Ojalá estuviera consciente Emilio Azcárraga de lo importante que sería para su país

—por amor a su país— ofrecer una televisión equitativa, rica en discusiones y en ideas, imparcial, pareja con todos los candidatos. En aras de la convivencia civil.


Thursday, April 14, 2011

 

Descomposición de lugar

A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. —Albert Camus, La peste Hacia el segundo capítulo de La peste, la novela de Albert Camus, el personaje colectivo de la ciudad reconoce que la peste ya es “asunto de todos nosotros”. Hasta ese momento todo mundo había seguido en los suyo, pero una vez que se cerraron las puertas se dieron cuenta de que estaban en la misma red y que había que hacer algo. A partir de ce moment, il est possible de dire que la peste fut notre affaire à tous. El título de la obra alude a lo que el lector se imagine: la peste fue la guerra y el nazismo en los años 40, después puede ser el terrorismo, ahora la droga y la incontrolada violencia que nos degrada y deprime. El otro lado de la moneda, o del billete, es la actitud del gobierno estadounidense —que no detiene a ningún pez gordo— respecto a la actual tragedia. ¿Cómo no se ha de sentir frustrado el Presidente si Estados Unidos deja pasar la droga por tierra, mar y aire, gracias a sus agentes sobornados, y si la mayor parte del dinero negro pasa por sus cadenas de bancos, si las autoridades dicen que no alcanzan a investigarlos y se hacen de la vista gorda con el flujo de armas de allá para acá? Lo más estremecedor de lo que dijo el poeta Javier Sicilia después del asesinato de su hijo en Cuernavaca es que los criminales están dentro de las instituciones y que el corazón de México está podrido. No se puede terminar la guerra del Estado mexicano contra el narco mientras todo mundo esté metido en el ajo: policías y militares, funcionarios públicos, dirigentes de partidos políticos, congresistas y, en fin, representantes del Estado. Tampoco se podría ganar esa guerra maldita, esa ambigua guerra civil en la que unos mexicanos matan a otros, mientras no se ataque en serio el aspecto financiero del negocio. Ha sido muy tímido o muy cómplice el Estado mexicano al no emprender de veras una intervención quirúrgica en el circuito financiero del narco, hasta ahora intocado. Hay dos piñatas: un llena de mariguana, coca, heroína y pastillas de laboratorio. La otra piñata está repleta de billetes de diez y de veinte dólares, que es lo que suele costar una dosis en una operación de contacto rápido. Así, entonces, el gobierno mexicano sólo le da de palos a la primera piñata y respecto a la segunda se la pasa abanicando la brisa. Los economistas oficiales —bobos doctorados— tienen muchas dificultades para interpretar los indicadores del estado actual de la economía. El dinero circulante que mueven las organizaciones criminales allí está: en la industria de la construcción, sobre todo, en la hotelería, y en las casas de apuesta, los books, los casinos nuevos autorizados por Santiago Creel. También en las campañas electorales. Los llamados bancos decentes, por otro lado, de bandera española, canadiense, inglesa, estadounidense, mexicana, también reciben —acaso sin saberlo— la mayor parte del dinero que se legaliza. Los sistemas financieros en México parecen diseñados especialmente para blanquear capitales, como el programa federal de Cetes directo. Cualquier hijo de vecino puede comprar bonos gubernamentales a muy bajo precio para robustecer el gasto público. En las zonas en las que hay un vacío de Estado —Nuevo León, Michoacán, Tamaulipas, Morelos— el crimen organizado se impone como si fuera un ejército de ocupación extranjero. No es improbable, por otra parte, que la economía criminal ya sea estructural: que el capital del narco ya esté cimentado en el edificio de la economía nacional y que no se puede tocar —como la radioactividad— porque, como un montón de piedras, la economía misma del país se desmoronaría. Ya se fundió en ella la economía criminal y su extirpación sería como sanear un avión quitándole los motores. Y, aparte, existe otro problemita: nunca como ahora, o por lo menos desde los años 20, el ejército mexicano había tenido tanto poder. Hace tres años no lo tenía. ¿Quién se lo ha dado? Felipe Calderón, el Comandante en Jefe. http://horalelobo.blogspot.com/

Thursday, April 07, 2011

 

El factor sonorense

En casos como el del asesinato político se impone más que en otros la necesidad de discernir y establecer la verdad de manera verosímil y convincente. Hay varias maneras de decirla, siete según Bertolt Brecht, y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Porque la verdad jurídica —sobre todo en México donde el sistema de justicia siempre está bajo sospecha—, muchas veces no logra convencer a nadie o se utiliza para cubrir otros crímenes, tal y como lo indica la estela de incertidumbre que desde el 24 de marzo de 1994 ha dejado el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al fin y al cabo, tarde o temprano, la verdad por sí misma enseña (como decía Torcuato Tasso) y sale a flote. Hubo que esperar por lo menos cincuenta años para saber que el presidente Calles y su cómplice Álvaro Obregón mandaron matar en 1927 al general Francisco Serrano en Huzilac, Morelos, para descartarlo como competidor por la presidencia. A casi veinte años de distancia, y leída desde una perspectiva que sólo da el paso del tiempo, la “investigación especial” que encargó la presidencia de la República al abogado Luis Raúl González Pérez se demora en minucias, se pone a averiguar todas las hipótesis, se desglosa hasta el último detalle —como quien da explicaciones no solicitadas— en la biografía de algún miembro de la escolta que destinó el Estado Mayor presidencial al escenario del crimen. Sin embargo, la profusión de datos para conseguir verosimilitud por parte de la “comisión especial” no despeja las dudas y algún día se sabrá si fue o no una estupenda, fantástica y monumental operación intelectual de encubrimiento. En cada uno de los cinco tomos se echa de ver la preocupación por exculpar a Salinas. Lo que al abogado tijuanense Ricardo Gibert Herrera lo dejó más perplejo del homicidio fue la circunstancia de la protección. Subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años antes y agente del Ministerio Público Federal en el momento del crimen, Ricardo Gibert Herrera —mejor conocido como el Yuca— contaba: “Yo siempre me coordiné con el Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales. Colaboran con los cuerpos de seguridad que vienen de México. Lo hice muchas veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, dispuesto a morir, como la escolta de la guerrilla colombiana, o de Al Fatah, del Mosaad, o del presidente gringo. Tienen el mismo nivel y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie le puede romper el cerco a la escolta. Nadie. Ni una mosca.” Es como en el basquetbol: al que lleva la pelota lo van rodeando; corren con él. El personal de la escolta establece un doble cinturón de seguridad en la periferia del funcionario o del candidato. Existe un Manual de Protección de Funcionarios, elaborado por la Secretaría de la Defensa Nacional en 1997, tres años después del asesinato. En ese entonces el Estado Mayor presidencial, encargado de la custodia de Colosio, tenía ya un manual de procedimientos, de cuarenta y cinco páginas, para proteger y defender a personas públicas y todo indica, como dice en Agustín Ambriz en su artículo de Proceso del 5 de marzo de 2000, que muchos de estos procedimientos fueron violados por la escolta del sonorense. En el Manual de 1997 se establece que “el elemento de seguridad deberá estar siempre dispuesto a defender la integridad física y/o moral (aun con su propia vida) de la persona o personas a su cuidado, no debiendo dudar en repelar una agresión, aun encontrándose en desventaja, pensando en todo momento que el objetivo para el cual fue entrenado es mantener ilesas y en su caso librar de cualquier lesión a la persona o personas encomendadas a su custodia”. No creen en Sonora que a Colosio le faltara el temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sienten que el fulminante golpe vino de las instancias más altas del poder. Creen que salvó la estirpe de los sonorenses, que sacó la casta, que se opuso, que dijo que no, que se le salió lo sonorense cuando Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial. —Siempre no —le dijeron. —Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chíngense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chíngense. Métanse en un lío. Mátenme.

 

El problema de la justicia

—Pero no todos son inocentes. Digo, los que caen en el engranaje. —A como anda el engranaje, todos podríamos ser inocentes. —Pero entonces también podría decirse: a como anda la inocencia, todos podríamos caer en el engranaje. Leonardo Sciascia, El contexto Si algo ha dejado el diferendum con Francia por el affaire Casez es que se puso al menos de manifiesto lo mucho que nos avergüenza el desastre y la corrupción del sistema de justicia mexicano. Otra llamada de atención, una más, ha sido la exhibición del documental Presunto culpable, que se queda corto si se piensa en los miles de inocentes que desperdician o pierden sus vidas en las cárceles mexicanas. La pregunta es angustiosa: ¿Por qué antes y después de la Revolución, durante todo el siglo XX, no hemos podido resolver el problema de la justicia? La policía mexicana de nuestros días no ha sido mejor que la de los rurales que apuntalaban la dictadura de Porfirio Díaz, un cuerpo integrado por asaltantes y asesinos. No por nada Los bandidos de Río Frío, la gran novela de Manuel Payno, eran policías. Lo que queda claro es que el sistema de la administración de la justicia en México —a cargo de hampones profesionales y litigantes delincuentes— no es el sistema de justicia de un país democrático. No se puede emprender una guerra contra el narcotráfico si el Estado no puede confiar en sus policías. No se puede entender la impotencia presidencial si no se toma en cuenta la impronta de la ilegitimidad que ha distinguido este gobierno desde 2006. Allí podría estar el nudo de la trabazón, en que no quedó muy claro si Calderón ganó las elecciones o si las ganó haciendo chapuza. No es única la especulación en el sentido de que el Estado mexicano va perdiendo la lucha contra el narco porque en gran parte las policías no le son fieles. Los agentes no obedecen a sus superiores. Se trata de un entramado tan complejo que no es posible saber si un policía le es leal al país o no y se sabe que no hay crimen organizado que no esté coludido con la autoridad. De hecho, ésa es la definición de “crimen organizado”. Todo mundo está metido en el ajo. Se habla mucho de “colombianización” cuando lo que a México le hace falta es precisamente eso: que se colombianice. En Colombia hay una auténtica división de poderes. El poder judicial actúa por su cuenta sin sometimientos a gobernadores o presidentes. Por eso en Colombia hay sesenta congresistas tras las rejas. No simplemente indiciados. No. Sesenta diputados y senadores dentro de la cárcel. En México eso simplemente es impensable. En Perú hay por lo menos un expresidentes preso. Y es que tanto en Colombia y en Perú todavía existe el Estado. En México hace ya mucho tiempo que el Estado dejó de existir. Lo sabía y lo presentía Franz Kafka en “La colonia penitenciaria”: “El principio por el cual me rijo es: la culpa está siempre fuera de duda.” ¿De dónde surge la policía, cómo se forma y se sostiene, a quién sirve? ¿Es un monstruo autónomo, con dinámica y código propios, invencible? ¿Quién es la que verdaderamente tiene el poder en la calle? La policía guarda el orden, blasón de todos los dictadores. A veces el orden “evoca el desorden más profundo: véase el caso del fascismo”, dice Sciascia. Y, leyéndolo, Rodolfo Peña acotaba: “Si el problema de la policía no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el más mínimo intento de resolverlo.” A nuestro amigo chihuahuense, periodista y editor de La Jornada, le gustaba leer al siciliano. Decía Rodolfo Peña que en realidad la policía no es ningún problema: Para los poderes —que incluyen a la sociedad política, pero también a los dueños de la riqueza y a las iglesias— la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción como cualquier otro cuerpo coercitivo. El Ejército, por ejemplo. El supuesto es que los poderes están siempre enfrentados a una masa degradada, poco fiable, cargada de culpas y de faltas, capaz de amotinarse en cualquier momento y de cometer las peores tropelías. En el poder a nadie le importa lo que la policía haga con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua, contra sus antiguos congéneres. “Si la policía roba, extorsiona, golpea, tortura, secuestra y mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien: lo que sí le está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perecería su razón de ser.” De lo que se trata es de mantener a raya a la masa, no de administrar justicia. http://periodismoimpreso.blogspot.com/

 

El laberinto de la impunidad

Hay varias maneras de decir la verdad. Bertolt Brecht dice que son siete las dificultades para decirla y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se van la literatura, el reportaje y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas, pero tendrá que esmerarse en el arte de la persuasión. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Todo se puede. Todo se vale. Se acopian pruebas, no pocas veces, justamente para que no se haga justicia. Sin embargo, sigue pesando sobre los trabajos del periodista o del historiador —al menos en teoría— un mínimo de cultura jurídica que impide olvidar la presunción de inocencia, el derecho a un juicio justo y el problema de la prueba. La verdad ha sido siempre, desde los presocráticos hasta Ludwig Wittgenstein, un problema filosófico nada fácil. En nuestra vida de todos los días predomina el dilema que se tiende entre la verdad judicial y “la verdad efectiva de las cosas”, como decía Maquiavelo. Y aquí es cuando entra en conflicto la “verdad periodística” que, con todas sus imperfecciones, no puede disociarse de la vida política democrática. Con todos los riesgos que comporta, es vital en un país donde se regatea tanto la información y todo ha de constreñirse a la norma a grado tal que se llega a utilizar la legalidad como coartada perfecta. De pronto la mera mención de un nombre en un libro-reportaje de denuncia puede ser una afrenta irreparable que el afectado no se atreve a denunciar por temor a que se le haga publicidad al infundio o porque es cierto. En esos delicados márgenes tiene que moverse el periodista. Los libros reportaje abundan en nombres propios. “Para todos los que están encausados, con la excepción de aquellos a quienes se alude en el texto explícitamente como condenados de manera definitiva, es evidente que vale la presunción de inocencia, un bien que, como es sabido, va en defensa de las garantías individuales o está constitucionalmente garantizado.” Este párrafo aparece en la primera página de una investigación periodística muy notable: Mafia Export, que acaba de publicar la editorial Anagrama. El libro es del italiano Francesco Forgione y versa sobre la globalización contemporánea del crimen. No estaría mal que los libros reportaje antepusieran a su texto una advertencia como la de Forgione: “Los nombres son los que todo el mundo puede leer en las actas de las fuerzas del orden y de la magistratura, y se reproducen aquí simplemente para nombrar determinados acontecimientos y para reconstruir un panorama de conjunto y de actualidad, y no, desde luego, porque se les haya de considerar prejudicialmente culpables de los delitos que ellos niegan.” La verdad judicial corresponde, pues, a los tribunales, que dirán si hay que considerar a los imputados —en una sentencia explícita— inocentes o culpables. El periodista no debe confundir su oficio con el de un juez o el de un policía. No es ni lo uno ni lo otro. http://periodismoimpreso.blogspot.com/

Thursday, March 17, 2011

 

El engranaje

El problema de la justicia

Pero no todos son inocentes. Digo,
los que caen en el engranaje.
—A como anda el engranaje, todos
podríamos ser inocentes.
—Pero entonces también podría decirse:
a como anda la inocencia, todos podríamos
caer
en el engranaje.


Leonardo Sciascia, El contexto



Si algo ha dejado el diferendum con Francia por el affaire Casez es que se puso al menos de manifiesto lo mucho que nos avergüenza el desastre y la corrupción del sistema de justicia mexicano. Otra llamada de atención, una más, ha sido la exhibición del documental Presunto culpable, que se queda corto si se piensa en los muchos miles de inocentes que pierden y desperdician sus vidas en las cárceles mexicanas.
La pregunta es angustiosa: ¿Por qué antes y después de la Revolución, durante todo el siglo XX, no hemos podido resolver el problema de la justicia? La policía mexicana de nuestros días no ha sido mejor que la de los rurales que apuntalaban la dictadura de Porfirio Díaz, un cuerpo integrado por asaltantes y asesinos. No por nada Los bandidos de Río Frío, la gran novela de Manuel Payno, eran policías.
Lo que queda claro es que el sistema de la administración de la justicia en México —a cargo de hampones profesionales y litigantes delincuentes— no es el sistema de justicia de un país democrático.
Lo sabía y lo presentía Franz Kafka en “La colonia penitenciaria”: “El principio por el cual me rijo es: la culpa está siempre fuera de duda.”
¿De dónde surge la policía, cómo se forma y se sostiene, a quién sirve? ¿Es un monstruo autónomo, con dinámica y código propios, invencible? ¿Quién es la que verdaderamente tiene el poder en la calle?
La policía guarda el orden, blasón de todos los dictadores. A veces el orden “evoca el desorden más profundo: véase el caso del fascismo”, dice Sciascia. Y, leyéndolo, Rodolfo Peña acotaba: “Si el problema de la policía no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el más mínimo intento de resolverlo.”
A nuestro amigo chihuahuense, periodista y editor de La Jornada, le gustaba leer al siciliano. Decía Rodolfo Peña que en realidad la policía no es ningún problema: Para los poderes —que incluyen a la sociedad política, pero también a los dueños de la riqueza y a las iglesias— la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción como cualquier otro cuerpo coercitivo. El Ejército, por ejemplo.
El supuesto es que los poderes están siempre enfrentados a una masa degradada, poco fiable, cargada de culpas y de faltas, capaz de amotinarse en cualquier momento y de cometer las peores tropelías.
En el poder a nadie le importa lo que la policía haga con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua, contra sus antiguos congéneres.
“Si la policía roba, extorsiona, golpe, tortura, secuestra y mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien: lo que sí le está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perecería su razón de ser.”
No se trata de administrar justicia, sino de mantener a raya a la masa.


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Friday, March 11, 2011

 

Storytelling


Discurso con personajes

Hay formas del relato que
están incrustadas en el
inconsciente colectivo.
—Fred Vargas

Uno de los aspectos más tiernos del ser humano, sobre todo cuando es niño y aún no asume la edad de la razón, es su deseo de que le cuenten historias. Paul Auster piensa que en todo niño hay un hambre de historias. Le pide a su padre o a su madre o a su hermano o a su hermana mayor que, ya sobre la almohada, antes de dormirse, le cuente un cuento. Y así se encomienda a los sueños, se suelta, se deja ir, encaminado por la imaginación narrativa.
Desde que Barack Obama apareció en las plazas públicas, los mítines de campaña y las convenciones de su partido, empezó a llamarme la atención que siempre, en sus discursos, cuenta una historia e introduce uno o más personajes, como haría cualquier cuentista profesional. Así lo hizo en Chicago cuando dio gracias a quienes votaron por él; les habló de una señora de Atlanta, de 106 años, que nunca había votado. Procedió de igual manera en su discurso de duelo en Tucson el 13 de enero, luego del atentado de un orate contra una senadora y otras personas. Volvió a referirse a personajes e historias en su último informe presidencial de State of the Union, y se me ocurrió entonces que en todo ser humano subyace una especie de inconsciente narrativo que lo predispone a recibir historias o narraciones porque de esa manera la ideas se vuelven más claras y son más fáciles de recordar.
Pensé entonces y lo sigo pensando que en Obama el hecho de incorporar personajes e historias en sus alocuciones es un gesto auténtico porque en su caso el que habla es un escritor (autor de Los sueños de mi padre y La audacia de la esperanza) y no un político al que le escriben sus libros. Pero de pronto me entero de que contar una historia y trazar personajes también es una manipulación política para vender una idea, seducir, y conseguir todos los votos que se puedan.
Es una técnica de “mercadotecnia” para apelar a los sentimientos más íntimos de la gente y venderle una lavadora o un seguro. O una tarjeta de crédito.
Es toda una técnica de moda, de esas que venden los “asesores” en elecciones como aquel que inventó lo del “peligro para México” y a quien el PAN bañó de oro en 2006. En la campaña a de Nicolás Sarkosí en 2007 sus colaboradores compraron la “técnica narrativa” de los norteamericanos y lo pusieron a contar historias por todo el hexágono francés. Y ganó.
Las campañas políticas electorales, que lo aprovechan todo como la máquina de hacer chorizo, han hecho del contar historias una nueva arma de distracción masiva. Se supone que contar un cuento es mucho más eficaz que la propaganda porque no aspira a modificar las convicciones de la gente sino hacerla partícipe de una historia apasionante.
Quien mejor se ha fijado en este fenómeno es Christian Salomon en su libro La máquina de fabricar historias y formatear las mentes. Lo que le inquieta es la utilización y el aprovechamiento malintencionados que desde el poder se hace de la candidez humana. La cuestión está en cómo el Estado utiliza el storytelling como instrumento de persuasión y dominio, dado que, como decía Paul Ricoeur, la identidad personal y la social están constituidas de forma narrativa.
El arte del relato, pues, se ha vuelto un instrumento de la mentira de Estado y del control de las opiniones.
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Crónicas cerebrales

La hora del lobo

Federico Campbell



Crónicas cerebrales





Que un pueblo de Sonora produzca un primera base de los Medias Rojas de Boston o un pitcher de los Dodgers no le llama la atención a nadie. También puede no sorprender que en el Sáric el el Sásabe sobresalga algún aventurero del mal o que una de las ciudades sonorenses haya sido la cuna de tres presidentes de la República. Pero reconocer que uno de sus pueblos haya dado un gran científico sí es como para llamarse a asombro y refrendar el orgullo regional.

Es ese el caso de Ures y de uno de sus hijos, Ranulfo Romo Trujillo, que el miércoles 9 de marzo leyó su conferencia de ingreso a El Colegio Nacional a la que puso por título “Crónicas cerebrales”.

El neurofisiólogo Ranulfo Romo nació el 28 de agosto de 1954 en Guadalupe de Ures, Sonora. Estudió la preparatoria en la Universidad de Sonora, en Hermosillo, y fue cuarto bat de los Cuervos, en la liga municipal.

Estudió medicina en la UNAM y obtuvo su doctorado en ciencias por la Universidad de París en 1985. Desde entonces —como lo hizo Arturo Rosenblueth al final de su vida— decidió hacer investigación en México y no en el extranjero. Desde 1989 es investigador titular del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM, donde comenzó el montaje de un laboratorio de neurofisiología. También se formó en la Universidad de John Hopkins (Baltimore), en el Collège de France (París) y pertenece a sociedades científicas como la Mexicana de Ciencias Fisiológicas y The Society for Neuroscience. En 2010 fue considerado en Estocolmo como candidato al premio Nobel de medicina.

Hizo en su conferencia (a la que no asistieron los literatos del Colegio Carlos Fuentes, Ramón Xirau, Gabriel Zaid, Enrique Krauze, ni el rector de la UNAM, el doctor Narro) una crónica de su carrera como investigador en París, Baltimore, Friburgo, alrededor de la neurobiología de la percepción.

Su objeto de investigación, pues, ha sido el cerebro humano y especialmente los mecanismos cerebrales que determinan la percepción sensorial, campo en el que su equipo de investigadores en la UNAM es considerado uno de los primeros del mundo.

A partir del establecimiento de que el cerebro y el sistema nervioso de los primates se asemeja mucho a los de los humanos, Romo y sus colaboradores han trabajado con nuestros “primos hermanos”, los chimpancés.

En sus estudios sobre la memoria ha descubierto que los atributos físicos del estímulo sensorial son memorizados por las neuronas de la corteza prefrontal. Este hallazgo abre la posibilidad de investigar cómo el cerebro memoriza estímulos multidimensionales y a la búsqueda de una explicación más amplia del mecanismo cerebral de la memoria.

Hasta hace todavía pocos años, el cerebro se consideraba terra incognita. Sin embargo, lo que hemos sabido del cerebro en los últimos cincuenta años es mucho mayor de lo que se sabía siglos atrás. La neurofisiología avanza a un ritmo que no tuvo antes. Nuestra vista, nuestro tacto, nuestro oído, dependen del cerebro. También la toma de decisiones. No existiría el mundo sin la memoria. Sin embargo, mucha gente descubre lo importante del funcionamiento del cerebro cuando ya no oye bien, ni ve bien, ya no memoriza o ya no puede moverse. Sigue siendo, pues, el cerebro humano una de las más enigmáticas maravillas de la vida en la Tierra.

Nuestra percepción subjetiva del tiempo también ha merecido la atención del doctor Romo Trujillo. Siempre estamos hablando en pasado, dice. Mientras escuchamos lo que nos dicen transcurren milésimas de segundo para procesarlo y al contestar ya ha pasado el tiempo. El cerebro es nuestra identidad. Y lo que llamamos persona resulta una narración de nuestra memoria.



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Wednesday, March 02, 2011

 

Los nuevos perros guardianes

Los periodistas orales constituyen
una casta, una clase, una treintena
de portavoces del pensamiento oficial:
No cesan de intercambiarse favores y
complicidades, sobreviven a todas las
alternancias políticas. Un mismo
ambiente. Ideas uniformes. Se frecuentan
entre ellos, se aprecian, se citan,
y están de acuerdo en todo.

—Serge Halimi


Eduardo García Aguilar me envía desde París uno de los libros más críticos del periodismo que se han escrito en los últimos años: Los nuevos perros guardianes, del profesor de la Universidad de California en Berkeley Serge Halimi, director de Le Monde Diplomatique, y discípulo de Pierre Bourdieu, y que estuvo recientemente en la Gran Tenochtitlan.
Este examen de la actuación cotidiana de los nuevos guías espirituales en que se han convertido los locutores de televisión —reemplazando el papel que antes la sociedad confería a los sacerdotes o a los intelectuales—, se plantea de manera natural como uno más de los "temas de nuestro tiempo", como le gustaba decir a don José Ortega y Gasset. Aparte de la propaganda —que ya tuvo su gran momento cuando a principios de los años 30 los aparatos de radio entraron en todos los hogares y en Alemania Goebbels supo utilizarlos para reforzar el proyecto del nacionalsocialismo— el otro tema de nuestra época es el de la profusión inasimilable de los medios de comunicación audiovisuales, más por su cantidad que por su calidad, no tanto por su "instantaneidad" sino por su abrumador bombardeo cotidiano.
El escopetazo constante de la información radiofónica y televisiva rápida y breve, perecedera y volátil— no tiene a la gente mejor informada que antes. El receptor se entera de que sucedió algo, pero no retiene mucho los detalles ni le importan mucho. Los sabe como de oídas y de alguna manera intuye que no necesita saber leer ni escribir para estar mínimamente informado, como si estuviera de vuelta a la deliciosa irresponsabilidad de la infancia analfabeta.
Así las cosas, y esto no había sucedido antes en la historia, los debates ideológicos y las campañas electorales se dirimen sobre todo en el espacio mediático de la radio y de la tele, más que en el de los medios impresos, que ya no son masivos. Una crítica como la que sólo se dio en los periódicos sobre las concesiones del gobierno de Fox a los usufructuarios de la "industria" de la radio y la televisión puede muy bien ser acallada con el escopetazo de su réplica televisiva.
De los 11 mil 816 millones de pesos (un poco más de mil cien millones de dólares) que costaron las elecciones del año 2006, 5 mil 650 fueron para financiar las campañas y más de la mitad de esta suma terminaron en las arcas de Televisazteca, cuyo mejor negocio ha sido el PRI… y ahora el PAN. Por eso, gracias a Dios, la nueva legislación electoral impide que las televisoras se lleven la mayor parte del queso.
No sabemos muy bien hacia dónde vamos. Lo único que sentimos es que estamos asistiendo a un momento de transición, del periodismo escrito al periodismo oral. Y podría pasar lo que pasó con los telegrafistas: que los periodistas escritores ya no tengan ninguna razón de existir y terminen de estar en este mundo. De hecho, se puede vivir y estar bien informado sin saber leer y escribir.
Imagínese usted una plaza, como el Zócalo o como la de Oaxaca: al centro se erige un palo tan alto tan alto como los de Papantla y en la cumbre, tan estridente que no deja hablar a nadie más, triunfa todos los días y a todas horas el altavoz de Televisazteca. A los lados no faltan muchos otros altoparlantes, no menos estridentes ni menos constantes: reproducen las vocecitas de los locutores radiofónicos. Y en una esquina, allá abajo en un puestecito, se venden unos cuantos ejemplares de Proceso, La Jornada, Mileno, El Universal, Reforma y El Heraldo de San Blas. Esa plaza es el territorio nacional.
Serge Halimi, de 49 años, doctor en Ciencias Políticas, profesor también en la Sorbona, se refiere particularmente a la situación de los medios en Francia y sólo el lector de Les nouveaux chiens de garde sabrá inferir si hace extensivas sus ideas a México u otros países.
Serge Halimi acusa a los treinta periodistas franceses más conocidos de amplificar la voz del poder económico y político, de erigirse en profesores de moral y censurar el pensamiento crítico con la "utopía ultraliberal".
Este "látigo de la élite del periodismo francés", escribe Mora, dibuja un paisaje mediático desolador, "marcado por el compadreo entre la prensa y el poder".
Los medios controlados por potentes núcleos industriales o financieros imponen machaconamente su visión del mundo y —por imperativos de la chamba— los periodistas que trabajan en ellos acaban defendiendo los intereses de ese establishment. Su libertad de expresión termina donde empiezan los intereses de su empresa periodística.
La sensación de Halimi es que el periodismo oral rara vez toma muchos riesgos. Lectores de noticias, sus practicantes —estupendamente remunerados— no reportean ni investigan, se limitan a informar de lo que sucede en el mundo. Es inconcebible que un locutor exprese la más mínima opinión que pudiera disentir de lo que cree el dueño de su medio. Al contrario, el locutor o lector de noticias sabe leerle la mente a su patrón y, para congraciarse con él y mantener o aumentar su estupendo sueldo, suelta “ideas” o frases que halaguen al dueño del cártel.
"El problema es que muchos se creen profesores de moral y les da por dar lecciones de lo que está bien y de lo que no. ¿Cómo se puede hablar sobre la corrupción política sin reconocer que el sistema mediático está también corrompido? ¿Cómo se puede denunciar la corrupción económica cuando el periodista acumula dinero, favores, canonjías?"




 

Los nuevos guías espirituales

Una de las diatribas más leídas y polémicas de los últimos años contra los “comunicadores” es el pequeño libro de Serge Halimi, Les nouveaux chiens de garde (Los nuevos perros policías, periodistas y poder), que apareció en París en 1997 haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes (un violento ensayo contra la filosofía tradicional y una crítica despiadada a la indiferencia de los intelectuales). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”.
Estos especímenes equivaldrían al ejército de locutores, conductores, “reporteros”, que defienden en todo el país, las 24 horas del día y en cadena nacional, a los dos cárteles de la televisión mexicana que ocupan el 90 por ciento del espacio y además consiguen —mediante sus servidores del PAN y del PRI en la Cámara de Diputados— excensiones de impuestos por miles de millones de pesos. Ocupan ahora esos locutores el lugar que antes cubrían los sacerdotes o los intelectuales.
Serge Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y director de Le Monde Diplomatique. Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que al panfleto se le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado en nuestro tiempo alrededor del mundo y sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atolondrados consumidores de una mercancía que se llama información y que es muy maleable. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de los grandes cárteles de la comunicación que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (sueldos muy altos, casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, automóviles, préstamos de bajo interés) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses.
Además, ya en su escritorio y frente a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas (de Internet, por ejemplo). Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo, como sólo saben hacer los periodistas.
Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner —gracias a una política de muy altos sueldos— al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, los choferes y las camionetas blindadas, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el empobrecimiento de la dialéctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos de ética o deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelto un sistema.”
Las empresas de la comunicación no tienen murallas. Los locutores constituyen sus murallas.

* * *

Postscriptum:

No hay convento o iglesia de los dominicos que no tenga por allí una pintura con unos perros, como en el convento de Santo Domingo de Oaxaca.
Por lo demás la expresión dominicos no resulta “etimológicamente” de domine—cane, que supuestamente significaría “perros del señor”, sino de Dominicus, que significaba Domingo. Domine—cane quiere decir literalmente Señor—canta. La frase a la que alude el título de Serge Halimi sería Domini canes. Pero es una invención muy tardía que nada tiene que ver con la etimología de los dominicos.
En el tercer y último volumen de las obras completas de Leonardo Sciascia, Opere 1984—1989 (Bompiani, Milán, 1991), el crítico Claude Ambroise estampa en el prólogo:
Sólo un inquisidor podría decir cuál era el Dios de Leonardo Sciascia. Pero en sus libros se pueden encontrar varias figuras de Dios. Para empezar, la del inquisidor.
El inquisidor actúa en el nombre de Dios. Y a la figura de ese Dios le da sentido la etimología medieval de Domenicani/Domini canes, habiendo sido la orden de Santo Domingo particularmente activa contra los “rastrojos herejes”. Veteados de negro y blanco, en la iglesia de Santa María Novella, en Florencia, se encuentran pintados “los perros del Señor”. El de los inquisidores es un Dios de los perros: un patrón al que obedecen, siguiendo su arbitraria voluntad, que los ha adiestrado para defender la propiedad y cazar otros animales.



 

Viajar solo: Ryszard Kapuscinski

Ryszard Kapuscinski siempre ha sido un patadeperro. Donde quiera que hay un lío, sobre todo en los países africanos, allí está con su maletita y su libreta de notas. Ha oído el zumbido de las balas mucho más que los generales latinoamericanos que se esmeran más bien en la sastrería militar. No asume la caminata como meditación o como relación con la naturaleza, a la manera de Henry D. Thoreau en Walking, sino como un necesidad para entrar en contacto con la gente.
Y es que el periodista polaco, que ha hecho del periodismo en libro un género que nada le pide a la ficción literaria, cree que el reportero debe viajar solo porque es importante ver el mundo que se investiga y penetra con los propios ojos. “La presencia de otra persona influye sobre nuestra percepción de las cosas. Sus gestos, sus comentarios, cambian esta limpia relación del escritor y el mundo que lo rodea.”
(En el viaje en pareja se quiere todo lo contrario: compartir con el ser amado el asombro de los caminos, los mares, las montañas y los recovecos de las ciudades, el placer de la conversación.)
Cuenta que una vez él y unos camaradas estuvieron haciendo un documental sobre África con un equipo inglés que por primera vez ponía pie en ese continente. Recorrieron lugares apartados y cuando llegaban a cualquier sitio los colegas se ponían a llamar a Londres desde sus teléfonos celulares. “Viajaron conmigo tres meses pero emocional y mentalmente nunca estuvieron el África; todo el tiempo estaban en Londres.”
Y es que para Kapuscinski (léase Imperio, un reportaje sobre el desmembramiento de la Unión Soviética como nación, o Ébano, un periplo hacia el corazón de los países africanos) una de las características del reportero es la empatía, la habilidad de sentirse de inmediato como un miembro más de la familia: “Compartir los dolores, los problemas, los sufrimientos, las alegrías de la gente, que de entrada reconocen en él si realmente está entre ellos o si no es más que un pasajero que vino, miró alrededor y se fue.”
No se hace pues el periodismo desde un escritorio. Sin la gente, el periodista está perdido. Su profesión depende de la ayuda y la voluntad de los otros. En cierto momento, en lo que cambia un semáforo, puede decidirse toda su carrera, porque en esos minutos un chofer lo puede llevar a una mina de combate o puede negarse.
Tanto la humildad como la gratitud cuentan de modo crucial. La arrogancia y el despego pueden hacer que la gente lo corte y no le hagan caso. De ahí que el oficio —lejos de la prepotencia de quienes cubren los corredores del poder– tiene que ejercerse con modestia. Los pueblos están llenos de historias. Basta saberlas encontrar.
Lo que ha fascinado a Kapusckinski es que el siglo XX ha sido el de la descolonización y el de las grandes migraciones del campo a las ciudades. Nunca antes se habían inaugurado en el escenario político tantos países, más de ochenta. No le impresiona nada la velocidad de las transmisiones contemporáneas y cree, como García Márquez, que la mejor noticia no es la que se da primero sino la que se da mejor. Le tocó un siglo maravilloso, siente: el paso de las generaciones que mueven la historia como Sísifo la piedra, hacia arriba. Si el telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, el cine, no acabaron con la prensa escrita como se temía, ahora tampoco el internet ni el correo electrónico sustituirán al reportero vivo en el lugar de los acontecimientos. La prensa escrita sigue desarrollándose. “Los medios amplían el método de existencia de la palabra, de la transmisión de la palabra. No se acaban unos a otros: se amplían.”
No le gustan mucho las novelas. Cree que la realidad y los personajes vivos que comparecen en el teatro del mundo son mucho más interesantes y sus historias más inusitadas que las que provee el mercado de la literatura. ¿Qué novela de los últimos años ha podido conmover tanto como una historia real?
Ha conocido el tedio de las redacciones y también los tiempos muertos de espera en el extranjero cuando trabajaba en una agencia de noticias, en las que ni importa el escritor. Pero se regocija de haber tenido que cubrir ese trabajo de esclavos para escribir libros, actividad que redondea el sentido de la vida personal de un periodista, para que siga sintiendo que su trabajo se le va de las manos como un puño de arena. Su errancia por las comunidades africanas —esa realidad tan rica, tan colorida, tan diferente a la europea— le daba mucho más información que la que podía meter en los cables de la agencia. “Entonces me encerraba en mi cuarto a elaborar notas que se convertirían luego en libros, mientras mis camaradas se iban a tomar whisky.”
En el buen sentido de la palabra, como decía Antonio Machado, la compasión siempre ha estado entre las teclas de su máquina de escribir, analizar, conjeturar, imaginar, fantasear, inventar, porque es fundamental que un reportero se meta entre la gente que, en la mayor parte del mundo, vive en muy duras y terribles condiciones. “Y si no las compartimos no tenemos derecho, según mi moral y mi filosofía, a escribir.” Si se pasaba la noche en el Hilton o en el Sheraton, y no en sus casitas de adobe y piso de pura tierra, no podía ser consciente al escribir sobre sus vidas.
“Cuando llegaba la noche, la gente se juntaba desde las siete a contar sus historias, y ése era el momento más literario, más bello, más fantástico del día. Era toda una poesía.”







 

Perros policías

La información se ha vuelto
demasiado importante como
para dejarla en manos
de los periodistas.

—Pierre Bourdieu




1. Es casi un lugar común, y algo más que un juego de palabras, la conocidísima frase de Lewis Mumford que no ve en los periodistas más que a unos “especialistas en generalidades”. En Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa intercala el siguiente diálogo entre dos periodistas de Lima:
—¿Prefieres el periodismo a la literatura? —dijo Santiago.
—Prefiero el trago —se rió Carlitos—. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.


2. Del desdén por el periodismo —su cuestionamiento desde la sociedad o desde la literatura, o simplemente su aparición como tema en la novela y el ensayo— se tiene un antiguo registro, por lo menos desde los años de Karl Kraus a finales del siglo XIX. Pero, por otra parte, las obras de testimonio periodístico, como las que han conocido las generaciones de las últimas décadas, reivindican el lado erótico —es decir, vital, placentero— del mester de periodista. Y siguen siendo su esperanza. Piénsese tan sólo en los libros reportaje de Ryszard Kapuscinski, Alma Guillermoprieto, Pete Hamill y Julio Scherer García.
3. De todos modos, la vitalidad del quehacer periodístico no debe menos a la constante, saludable crítica que se le hace periódicamente, como cuando Pierre Bourdieu criticaba a los periodistas de Le Monde y a los intelectuales del “campo mediático” que, según él, imponen una visión absolutamente particular del campo político y obran en función de sus intereses y las exigencias del mercado.
4. Una de las diatribas más recientes y más leídas (ha sido traducida a seis idiomas), más corrosivas y polémicas de los últimos años, es el breve texto de Serge Halimi, Los nuevos perros policías (periodistas y poder), que apareció en Éditions Liber—Raisons d’Agir, París, en 1997, bajo el título de Les nouveaux chiens de garde (haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes, un violento ensayo contra la filosofía tradicional). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”, como los perros que custodian al Señor en la iconografía de los frailes dominicos.
5. Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y director de Le Monde Diplomatique.

Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que a esta palabra de le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atontados consumidores de una mercancía que se llama información. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
6. Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de las grandes empresas que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y sus defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, mercedes benz plateados) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses.
7. Además, ya en su escritorio y frente a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas. Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo como saben hacer los periodistas.
8. Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el empobrecimiento de la dialéctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelvo un sistema.







 

La novela periodística

¿Qué es lo que fue? Lo mismo que
será. ¿Qué es lo que ha sido hecho?
Lo mismo que se hará.
Y nada hay nuevo bajo el sol.
—Eclesiastés 1. 9


En esto de la novela se ha

metido mucho intelectual.
--Juan Marsé


En el prefacio a su Música para camaleones, breve nota introductoria que sintetiza su arte poética, Truman Capote dejó para la posteridad estas palabras:
“Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma. Tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. The muses are heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería realizar una novela periodística”.
La fascinación de Capote por el realismo desde luego no era ninguna novedad en 1967, cuando publicó A sangre fría, un reportaje novelado, una novela “sin ficción” en la que el autor desaparecía —ni se insinuaba ni brillaba por su ausencia—, y contaba todo desde la distante perspectiva de una tercera persona implacable y despiadada. Este afán de representar de la manera más justa posible la “realidad” ya se había practicado, hasta exprimir al máximo todas sus posibilidades, en la novela del siglo XIX. Para Emile Zola la novela tenía que ser una reproducción exacta de la vida y Stendhal —como lo demostró en La cartuja de Parma— la novela no era sino un espejo que se desplazaba por todos los caminos.
Sin embargo, Capote aspiraba a algo más: entre los 35 y los 42 años de edad —entre 1959 y 1966— se concentró en la investigación de un enigmático y múltiple homicidio que tuvo lugar en un pueblo del estado de Kansas con el propósito de escribir una novela periodística que tuviera la verosimilitud de los hechos, la inmediatez del cine, la profundidad y la libertad de la prosa, la precisión de la poesía. Tuvo tal éxito que lejos de desanimar a quienes proclamaban la “muerte de la novela” refrendó el entusiasmo por el realismo y la superstición de que “la realidad supera a la ficción”. Y esa fe suya en las proliferaciones imaginativas de “lo real” sigue siendo compartida —al menos en el ámbito de la lengua española— por los novelistas más leídos y premiados. Baste tan sólo pensar en La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, en El vuelo de la reina (premio Alfaguara 2002), Soldados de Salamina, de Javier Cercas, y La reina del sur, de Arturo Pérez Reverte.
Lo que muchos lectores no sospechan —por el morbo realista, por el embeleso que provocan las “historias reales que realmente sucedieron”— es que, a pesar de todo, la subjetividad y la capacidad de distorsión de los novelistas es inevitable. Afortunadamente.
En última instancia toda historia, por real que sea: una autobiografía, por ejemplo, un hecho histórico —es decir, cualquier acontecimiento ajeno—, es ficción para los demás, y de los equívocos que procrea la lectura se encargan las trampas y los juegos de la memoria.
La novela, incluso en manos del autor más proclive al “realismo”, se nutre de la imaginación y los recuerdos y por mucho que procure una copia de la realidad el lenguaje —ambiguo como todo lenguaje no científico— se encarga de pigmentarlo todo y de alterar el mundo visible a la manera en que funciona la memoria, es decir, transfigurándolo: inventándolo.
Por eso también, desde el mismo siglo XIX, se ha descreído del realismo y se han marcado sus limitaciones. El mismo Henry James ya sospechaba algo:

“Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos. Lo demás es la demencia del arte.”
Como que esta novela restringida por convicción propia al mundo de lo real llega a saber a poco, a crear una sensación de insuficiencia en el lector, ya sea porque no hila muy fino, ya sea porque sus personajes resultan al final demasiado chatos o porque la historia nunca despega de cierta superficialidad.

¿Qué sentido tiene escribir sobre una realidad respecto a la cual ya todos estamos de acuerdo?, se pregunta la novelista Toni Morrison: “Para mí no hay tanta levadura en una persona real, o hay tanta que no me sirve de nada: es como un pan ya hecho, demasiado horneado. Mi pacto con el lector no es revelarle una realidad ya establecida.”
Más intransigente fue Óscar Wilde en su oposición al realismo. Lamentaba la decadencia de la mentira en el arte y creía que la variedad de la naturaleza no se encontraba en la naturaleza misma sino en la imaginación, la fantasía y “la ceguera cultivada del hombre que la contempla”. Reivindicaba la función de la mentira en la creación literaria y no entendía “la deplorable preocupación por la exactitud”. Mientras no se haga algo por impedir, o modificar cuando menos, ese culto monstruoso de los hechos —decía, en resumen—el arte quedará estéril y la belleza desaparecerá de este mundo:
“Hay que rescatar el antiguo arte de la mentira.”






 

El periodismo es un cuento

Circula en España un libro de Manuel Rivas, El periodismo es un cuento, que su editorial Alfaguara sólo distribuye en la Metrópoli, no en las colonias. La suya es una sugerencia que viene desde los albores del periodismo, en el siglo XIX: la convención de que todo lo que decimos o escribimos es ficción porque no es la cosa en sí misma sino una representación necesariamente parcial y subjetiva de la realidad.
Juan José Millás se apunta entre los creyentes de esta teoría:
"Todo periodismo es literario en la medida en la que el periódico no es la realidad, sino una representación de la realidad, y por lo tanto opera sobre ella, sobre la realidad, con herramientas que podemos encontrar en cualquier libro de preceptiva literaria, desde la metonimia a la sinécdoque, pasando desde luego por la metáfora, la condensación o la elipsis."
Más allá de las técnicas y del oficio que, por obra de la estilística, procura en lo posible la objetividad y la imparcialidad, el trabajo del periodista consiste sobre todo en buscarle sentido a la información. El periodista no puede contar todo lo que ve —necesitaría todas las páginas del periódico—, tiene que escoger un fragmento de todo el haz que abarca su mirada y decidir qué es lo significativo. Para esta tarea ha de poner en funcionamiento tanto su memoria de lo inmediato como su experiencia literaria puesto que sus únicas herramientas son las palabras, aunque esté muy consciente de que escribir bien no es un fin en sí mismo.
"Debería preocuparse de educar su mirada tanto como de pulir su técnica", dice Millás. "El significado no se encuentra a base de técnica, sino a base de talento literario. Quizá el significado, igual que lo que llamamos el sentido de la vida, no sea más que una construcción, pero esa construcción la que el lector espera encontrar cuando abre el periódico."
A pesar de que ya conoce gran parte de la información cada mañana, por la difuminación televisiva o radiofónica de las noticias, el lector espera ese plus de sentido que viene del texto organizado:
"Los datos no son información hasta que no se articulan, hasta que no se leen." No basta la información desnuda de las televisiones: hay que leer la crónica del partido o de la corrida, sobre todo si se atiende a aquella antigua superstición siciliana de que la palabra impresa es verdad.
Entre los autores que se han dedicado a reflexionar sobre el sentido del periodismo en nuestro tiempo, a pensarlo de nuevo y a poner en entredicho sus prácticas más comúnmente aceptadas, se encuentran Bill Kovach y Tom Rosenstiel, quienes escribieron y firmaron al alimón Elementos del periodismo: lo que los periodistas deberían saber y lo que el público debería esperar. (Editorial Crown Pub, Nueva York, 2001.)
En sus discusiones dentro del Committee of Concerned Journalists, definen los siguientes nueve principios:
1. La primera obligación del periodismo es decir la verdad.
2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos.
3. Su esencia es la disciplina de la verificación.
4. Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y las personas sobre lo que informan.
5. Debe servir como un vigilante independiente del poder.
6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso.
7. Ha de esforzare en hacer de lo importante algo interesante y oportuno.
8. Debe seguir la noticia de forma a la vez exhaustiva y proporcionada.
9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicta su conciencia.

Con todo y eso, su creatividad verbal es la que finalmente se impone como punto de referencia para redefinir la crítica relación entre quienes cubren las noticias y quienes somos sus consumidores. La idea de que todo reportaje debe estar "equilibrado" y no ser "prejuiciado" también es objeto de discusión por parte de Kovach y Rosenstiel. Por naturaleza, creen, el periodista está "prejuiciado", pero eso no importa. "It's OK." Y el que las noticias deban estar "balanceadas" resulta una imposición injusta y no debe ser un objetivo del periodismo.
Tener prejuicios es parte de la naturaleza humana y a los periodistas profesionales no se les debe exigir que renuncien a su visión del mundo. Lo importante no es que el reportaje aparezca "equilibrado" sino que a cada parte se le conceda un espacio proporcional a su papel o a su importancia en el asunto. Lo que cuenta es el esclarecimiento.
Según ellos, los principios y el propósito del periodismo no están definidos por la tecnología o las "técnicas" sino por la función que las noticias tienen en la vida de la gente. ¿Para qué sirve el periodismo? Para ir construyendo el sentido de comunidad, de ciudadanía, y enriquecer la convivencia democrática. Para ir actualizando el lenguaje de la tribu, poner en circulación las ideas, dar continuidad a las conversaciones de la gente y a las historias que se cuentan (o se inventan).
Aparte de ser un organizador y un editor (en el sentido cinematográfico) de la información, el periodista lo que busca es encontrarle un sentido a las cosas: volver simple lo complejo. Es un productor de sentidos: un contador de historias.






 

La entrevista perdida de Juan Rulfo

La literatura es un arte,
o un ejercicio misterioso,
en el que las opiniones del
autor no cuentan. Y puede
que tampoco sus intenciones.

—Jorge Luis Borges


Cuando Juan Rulfo leyó su novela Pedro Páramo veinte años después de haberla publicado —es decir, Rulfo como lector de Rulfo—, tuvo la sensación de que en su personaje había una carga histórica que tal vez él mismo no había tenido muy consciente cuando la escribió:
“Pedro Páramo es un cacique. Eso ni quien se lo quite. Estos sujetos aparecieron en nuestro continente desde la época de la conquista con el nombre de encomenderos”, le dijo en 1975 al poeta argentino Máximo Simpson.
El escritor contaba con que la figura del cacique estaba ya entre los señores mexicas. Ya existía el cacicazgo como forma de gobierno antes de la toma de Tenochtitlan, “de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique indio antes de tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda, y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra”.
La entrevista con Máximo Simpson, que vivió en México en los años 70, no llegó a cumplirse porque Rulfo nunca entregó sus respuestas al entrevistador. El acto de la entrevista, entonces, no se consumó. De haber sido recibida y publicada por Simpson el texto le pertenecería ahora como autor, pero como quedó algún tiempo olvidada entre los manuscritos que dejó el novelista jalisciense, fallecido en 1986 a las 69 años, el copyright al parecer corresponde a sus herederos. Sin embargo, la anécdota replantea un interesante problema para los especialistas en derecho de autor. ¿Quién es el verdadero autor de la entrevista, el entrevistado o el entrevistador?
No deja de ser rulfiano que a Simpson Juan Rulfo le conteste desde el más allá: desde ultratumba, como Chataubriand.
Para el escritor argentino fue un verdadero regalo de la vida que el tiempo —veinticinco años después— le haya devuelto las respuestas de Rulfo primero en la revista Milenio (del 14 de septiembre de 1998, México DF) y luego en el número 1 de Los Murmullos (primer semestre de 1999), el boletín de la Fundación Juan Rulfo que reproduce las preguntas a máquina de Simpson y las líneas redactadas por Rulfo, en tinta verde y de su puño y letra. (Más tarde Alberto Vital las incorporó también, sin darle crédito a Simpson como firmante de la entrevista, en Noticia de Juan Rulfo, la mejor biografía que hasta ahora se ha escrito sobre el mejor novelista mexicano de todos los tiempos.)
A Simpson le emocionó mucho la fotocopia de su cuestionario y las contestaciones de Rulfo:
“Fue una verdadera sorpresa, y muy grata, porque yo había dado todo por perdido, y nunca imaginé que Rulfo intentaría contestar ni siquiera la primera pregunta. Yo conocía, como muchos otros, la actitud reticente de Rulfo ante el periodismo, y no quise acosarlo para obtener sus respuestas. Siempre me repugnaron los periodistas mercenarios, para los que una buena primicia vale más que una o muchas vidas”.
La entrevista había sido acordada por Rulfo en casa de Fernando Benítez, adonde fueron a comer Máximo Simpson y Federico Vogelius, entonces director ejecutivo de la revista Crisis de Buenos Aires. Rulfo dijo que esta vez sí iba a responder. Le pidió a Simpson que prepara unas preguntas para contestarlas por escrito. Después de entregarle la lista, Simpson le mencionó la idea dos o tres veces, pero no quiso insistir más. Le pareció que Rulfo no tenía ganas de seguir con ese compromiso y sintió que él, Simpson, estaba respetando su voluntad.
“Me hubiera dado vergüenza importunarlo. Para mí era más importante mantener una relación cordial con ese ser humano y escritor al que admiraba inmensamente y por el que sentía mucho cariño, aunque no era mi amigo, sino apenas un conocido. Me gustaba sentarme a conversar con él cuando lo encontraba en la librería El Ágora. Siempre fue muy cordial. No hablábamos de literatura sino de bueyes perdidos, y ése es uno de los regalos que me dio la vida, y que le debo a mi querido México.”
Durante los años anteriores a 1975, los veinte que habían transcurrido desde 1955, fecha de la primera edición de Pedro Páramo, Rulfo no había hablado del encomendero. La idea de asociarlo con el cacique parece haber sido una deducción suya, a posteriori, como lector de Pedro Páramo. Tal vez por su profundo conocimiento de la historia de México, especialmente la del siglo XVI.
Lo que en otro párrafo refrenda la entrevista frustrada es el interés y la pasión que tenía Rulfo por lo que los filósofos alemanes llaman el quehacer histórico social. Tenía conciencia de la tierra, de la historia y sus consecuencias, su devenir, su construcción social y política. Y entendía sus concatenaciones. A ese tipo de experiencia histórica, y no sólo personal, aludía cuando razonaba que la creación literaria se hace de la experiencia, la memoria, la imaginación y la emotividad. Si era un escritor nato, como decía Efrén Hernández, fue porque nació sabiendo lo que a otros les toma cuarenta años entender: que la literatura es invención y mentira, que está íntimamente engarzada al ser humano y que procede a partir de la ficción de la memoria, dejando blancos activos aquí y allá, oquedades significativas, huecos por donde puede inmiscuirse la creatividad del lector (como el que ve en el cacique al encomendero). Por eso consiguió que el realismo fuera también en su obra, sin dejar de serlo, una ilusión.
“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable nuestra vida. Usted dirá —le dijo a Máximo Simpson— que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo; pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?"


http://federicocampbell.blogspot.com/

La ficción de la memoria
http://rulfomemoria.blogspot.com/
















































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