Wednesday, September 06, 2006

 

A sangre fría

Cuando a Truman Capote se le ocurrió que el periodismo podría ser otro de los géneros literarios tuvo la inmediata tentación de escribir una novela periodística que tuviera la verosimilitud de los hechos, la inmediatez del cine, la profundidad y la libertad de la prosa, la precisión de la poesía.
Entre los 35 y los 42 años de edad —entre 1959 y 1966— Capote se concentró en la investigación de un enigmático y múltiple homicidio que tuvo lugar en un pueblo del estado de Kansas, crimen presumiblemente sin ningún motivo, sin móvil, como si pudiera haber crimen gratuito.
El resultado fue un reportaje novelado, una novela “sin ficción” en la que el autor desaparecía —ni se insinuaba ni brillaba por su ausencia—, contaba todo desde la distante perspectiva de una tercera persona implacable y despiadada: A sangre fría.
Si bien es cierto que Truman Capote reivindicó el realismo y fundió la novela y el reportaje en un solo género, hay quienes piensan que la suya no fue sino otra novela realista y que la distancia que se sigue dando entre el periodismo y la literatura es la misma que se tiende entre la información y la imaginación. En última instancia toda historia, por real que sea: una autobiografía, por ejemplo, un hecho histórico —es decir, cualquier acontecimiento ajeno—, es ficción para los demás, y de los equívocos que procrea la lectura se encargan las trampas y los juegos de la memoria.
Con esta gran obra maestra (su otra “pequeña” obra maestra sería el cuento “Ataúdes labrados a mano”), Capote da un salto cualitativo en la historia de la novela policiaca o de ambiente judicial. La exprime, la lleva hasta sus últimas consecuencias, en términos estéticos, de intensidad y belleza.
Desde las primeras páginas el lector sabe quiénes son los criminales —Dick Hickock y Perry Smith, que sólo en pareja encarnan una personalidad asesina que no tienen como individuos— y las víctimas —los Clutter y sus dos hijos— y se entrega a conocer los pormenores de una muerte anunciada.
La aportación de Capote, su gesto literario como escritor, es hacerle ver a quien lo lea que la literatura no es algo ajeno a la vida de todos los días, que cualquiera, así sea como lector, puede incorporar a su cotidianidad la experiencia del quehacer literario, y que esa realidad sólo despreciada por la estupidez es la única que cuenta.
Una decisión de escritor es la de colocar los hechos en el orden progresivo en que aparecen los tramos narrativos. Otra capacidad es la de conmover sin emitir ni insinuar juicios, la de hacer ver cómo la vida de Perry Smith —un joven treintón que tenía el cuerpo y las piernas cortas como de jockey, un constante chupador de aspirinas y bebedor insaciable de root beer— había sido una sucesión patética de espejismos.
La destreza, la elegancia, la malicia propiamente literaria de Capote se despliega al más alto grado de intensidad dramática cuando, en el trayecto de Las Vegas (donde fueron aprehendidos los homicidas) a Kansas City, a toda velocidad en un Chevrolet, Perry Smith, esposado, junto al detective que lo detesta pero que tiene que encenderle el cigarrillo para escucharlo, en medio del desierto y de la noche, va contando cómo entraron él y Dick en la casa de los Clutter para saquear una caja fuerte inexistente y mataron a cuchilladas y escopetazos a toda la familia, “sin ningún motivo”.
Para bien o para mal, la novela no es criminología ni medicina forense ni psicología y los detalles que circundan al asesinato inmotivado (que no existe, salvo si se atiende a los impulsos inconscientes) quedan de lado en A sangre fría. En manos de Capote los hechos hablan por sí mismos. El infierno de todos —el horror de las víctimas en los últimos instantes de la vida, la abismal soledad de los condenados a muerte, el transcurso ocioso de una vida que no comprendieron— puede transmitirse cuando en toda la operación literaria hay la mano de un genio.
Capote sí tuvo la impresión de que había inventado algo nuevo, la refundición de lo novelesco y lo reporteril, y que había reelaborado de tal manera (y repetidas veces, como los alquimistas o los panaderos) esa masa informativa del periodismo hasta trocarla en algo que, como decía Henry James, corresponde a la demencia del arte.
La plasticidad magistral, por otra parte, de “Ataúdes labrados a mano”, el relato incluido en Música para camaleones, es el colmo ya de la perfección narrativa. Los asesinatos en serie (una pareja de ancianos que muere mordida por nueve víboras inyectadas con anfetaminas, el viejo gastrítico que ingiere de su botella de Melox Plus una buena ración letal de nicotina líquida, el ranchero que no ve rodar su cabeza cortada por un hilo invisible y de acero tendido entre dos árboles y a la altura de su cuello mientras navega en su boogy) sólo conducen al misterio y, aunque el lector se dé muy bien cuenta de quién es el imaginativo asesino que regala a sus próximas víctimas un estuchito en forma de ataúd con una fotografía de ellas adentro, el crimen no logra probarse nunca.
Más sabio que la tramposa criminología, más sugerente que la esquemática psicología, más humilde que los enunciados de la proposición sociológica, el discurso de esta extraordinaria novela criminal a veces se ríe de sí mismo y no cree en una verdad posible: cree en la demencia de la escritura, en la amarga ironía.
















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