Wednesday, September 06, 2006

 

Post scriptum triste

Hay algo en la actividad periodística mexicana que podría reconocerse como una insatisfacción de fondo, no muy común en otras profesiones. Si un cirujano o un piloto aviador acumulan años de experiencia y horas de vuelo se vuelven cada vez mejores, se perfecciona y afina su capacidad de tomar decisiones, se afianza su seguridad en el empleo y pueden pasar al retiro viviendo de su antigüedad laboral. En el periodismo, paradójicamente, un signo de éxito a mitad del camino —hacia los cuarenta años, por ejemplo— consiste en abandonar el trabajo de reportero, dejar de ser periodista, no continuar siéndolo.
Después de muchos años de dedicarse a la rutina informativa —reportajes, entrevistas, redacción de editoriales y reseñas, traducciones, crónicas—, el periodista en México experimenta una suerte de melancolía profesional: tiene la sensación de que sus reportajes, por valientes que sean y por documentados que estén, no pasan de ser rayas en el agua: piedras de Sísifo que suben y suben y vuelven a subir sin llegar nunca a la cima, volviendo al principio, al pie de la cuesta. Resultan ociosos e inútiles. No cuajan ni en la sociedad civil ni en la sociedad política. No se convierten, en serio, en un acontecimiento del México civil. El periodista siente que nada queda ni se concreta de su trabajo, que su escritura se vuelve demasiado mecánica o se desgasta en un lenguaje de fórmulas reiterativas y estériles.
Ciertamente esta proposición generalizadora puede quedar desmentida ante el primer caso —no imposible ni improbable— de felicidad individual, pero quien verdaderamente aspira a la permanencia de su obra y no se resigna a la condición fugaz, efímera y transitoria, propia de las tareas informativas, suele vivir en lo más hondo de su intimidad una especie de post scriptum triste, algo parecido a la melancolía que sobreviene después del parto o —según aquel adagio anónimo de los romanos: post coitum omne animal triste— después del coito.
Tal vez por ello la forma más creativa de conjurar esta frustración sea la de escribir un libro.
Si son inherentes al periodismo la fugacidad de la información diaria y una ineluctable superficialidad, puesto que la naturaleza misma de su oficio condena al periodista a estar enterado de todo sin conocer nada a fondo, es plausible entonces que la detenida confección de un libro valga como una de las tentativas más realistas de fijar entre dos cubiertas una mayor densidad respecto a un tema o un personaje, de luchar contra el olvido y preservar la memoria.
“Escribir un libro significa antes que nada vencer la frustración de lo pasajero. El espacio de la escritura es más amplio. Permite investigar más fondo. Trabajar al margen de las presiones del tiempo y la competencia”, piensa Georges Dupuis al presentar una encuesta que en mayo de 1993 hizo la revista francesa Lire entre periodistas autores de libros. Y es que el periodista “también es un ciudadano, que puede hacer sus reflexiones sobre su época y su profesión, sobre sus indignaciones y sus dudas”. Hay que hacer hablar a la información, darle un sentido, contribuir al debate de las ideas de manera más viva y meditada. Además, un libro “permite tomar partido”, dice Edwy Plenel, reportero de Le Monde, “y compensar un poco el silencio de los intelectuales”.



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