Wednesday, September 06, 2006

 

La frontera del lenguaje

Parecería que estamos viviendo en este principio de siglo un fenómeno de homologación entre el español mexicano y el inglés norteamericano. Cada vez más (y de manera muy sutil, poco consciente, automática, debido en gran parte al contacto pasivo con los medios audiovisuales), solemos trasladar a nuestra lengua la connotación que muchas palabras tienen en el inglés de los Estados Unidos, aunque tal vez este comercio de equívocos nunca se hubiera dado sin la interposición —entre nosotros y el mundo— del espacio mediático.
Antes se decía, en el español antiguo de hace todavía unos cuantos años, que le vaya bien. Ahora se dice: que tenga un buen día, es decir: have a good day. Antes se decía bufete o despacho; ahora se dice firma, es decir: firm. Antes se decía tener acceso; ahora se dice acceder, es decir: to access.
Se ha decretado en la práctica la inexistencia de la palabra hoy, por ejemplo. Antes se decía hoy. Ahora se dice este día, tal vez porque se asimila más al today de los locutores norteamericanos. Antes se decía mañana martes o el próximo jueves o el miércoles pasado. Hoy suena más elegante decir este martes o este jueves o este miércoles, como se dice en el español de Miami.
El fenómeno no tiene las características de antes, cuando en la convivencia cultural entre las fronteras, a ambos lados de una demarcación política, se mezclaban de manera natural los vocablos y sus significados y se acuñó, en los años sesenta, la expresión spanglish. Ahora, al fenecer el siglo, el dominio de los medios de comunicación audiovisuales ha trastocado la noción misma de frontera y no es necesario vivir en uno de los dos lados de la línea divisoria para experimentar esa porosidad dinámica de la frontera cultural y lingüística. La experiencia del receptor televisivo o radiofónico no es diferente en Ciudad Juárez a la que se tiene en un barrio de la ciudad de México o de Guadalajara. La novedad no está en uso de una palabra inglesa por una española sino en la estructura mental de la oración: en el enunciado, el la forma de construir la frase y de pensarla
Ciertamente no se borrará de la faz de la tierra el idioma que hablan —aunque no todos lo escriban— más de 350 millones de hispanoparlantes. Ni siquiera el spanglish que hablan cerca de treinta millones de “latinos” en Estados Unidos viene a poner en entredicho la vitalidad cada vez más arraigada del castellano, sobre todo porque al spanglish se usa predominantemente para la comunicación oral: es una lengua hablada y bailada pero no escrita, se escucha en dos estaciones de televisión y en 275 estaciones radiofónicas. La hablan millones de inmigrantes o descendientes de hispanohablantes que en su vida cotidiana tienen poco contacto con la cultura gráfica (con algunas excepciones, como el diario en español que se edita en Sioux City, Iowa). Un indicio de este alejamiento de la palabra escrita (salvo en los menús y en los letreros) es que los intentos de las editoriales españoles y latinoamericanas por establecer librerías en Estados Unidos han sido más que infructíferos.
Sea como fuere, cada vez más nuestro español hablado y escrito se está pareciendo a ese español pergeñado en las malas traducciones de las películas estadunidenses (que prácticamente son las únicas que vemos) o al español que hablan nuestros paisanos chicanos en California, Nuevo México, Texas, Chicago, Nueva York, o nuestros hermanos hispanoparlantes puertorriqueños y dominicanos del Bronx o de Brooklyn. Así, la intrusión de la semántica anglosajona en el español que se habla en México —es decir: la asimilación del significado de una palabra inglesa en una española— es algo de todos los días y no parece que vaya a cambiar. Al contrario: la delantera la seguirán llevando los locutores de los documentales y cintas traducidas del inglés y que se encargan, para ahorrar dinero, a personas que ignoran el español.
Javier Valenzuela, corresponsal de El País, ha escrito desde Nueva York sobre este coctel de español e inglés que se habla en las calles de Manhattan y abunda en los letreros publicitarios o se usa libremente en una revista como Latina cuya directora, Christy Haubegger, está convencida de que el spanglish es una muestra de destreza lingüística. Roberto González Echeverría, profesor de literatura "hispánica" en la Universidad de Yale, se asombra por su parte de la “invasión del español por el inglés” en una carta que envió a The New York Times.
Esto no necesariamente es empobrecedor, pero aún no sabemos hacia dónde vamos. Lo previsible es que dentro de unos quince o veinte años el español mexicano se parecerá cada vez más a la lengua del imperio, a esa nueva lingua franca que es el inglés —como antes lo fue el latín— y a cuyo alrededor proliferan lenguas “vulgares”, como el spanglish, el koreanglish y el japanglish, simientes de futuros idiomas.
Hay cambios un tanto imperceptibles en el uso de ciertas expresiones y vocablos. Antes se decía, en el español antiguo de hace todavía unos años: no es nada contra ti. Ahora se dice no es nada personal. O sea: nothing personal. Antes se decía además. Ahora suena más natural decir adicionalmente, como en el inglés additionally (que más bien quiere decir por añadidura).
Siempre se dijo Me llamo Fulano de Tal. Ahora lo correcto es decir Mi nombre es Fulano de Tal (cosa que sucede desde 1958, cuando Carlos Fuentes en La región más transparente pone este incipit: “Mi nombre es Ixca Cienfuegos”). Los franceses y los italianos sí han resistido esta influencia y siguen diciendo Je m'apelle Fulano de Tal o bien Mi chiamo Fulano di Tale.
Son cambios que se producen y muchas veces no se sabe por qué. Es un misterio la causa por la cual empezó a desplazarse el verbo empezar por iniciar, aunque se conjetura que esta práctica viene de las primeras computadores que usaban mucho el verbo iniciar y no permitían demasiadas letras en los títulos de los archivos. Ya no se dice Las clases empiezan hoy. Ahora se enuncia Las clases inician este día.
Enigma también es el peculiar vocabulario de los pilotos de aviación, cuyo inglés sólo es un poco mejor que el de las azafatas. De la manera más curiosa sustituyen la palabra horario por itinerario. Cuando llega un poco antes de la hora señalada, el piloto de Aeromexico (sin acento) anuncia muy orgulloso a los pasajeros que el vuelo llegó antes de su itinerario. Misterio. Enigma. Nunca se sabrá. También en la misma desacentuada compañía mexicana, cuando un mostrador está cerrado alguien coloca un letrerito con la leyenda posición cerrada, es decir: closed position. Este caso se parece mucho al de fuera de servicio, es decir, out of service, que antes en español antiguo se decía cerrado o no funciona. Y así hasta el infinito. Puede uno recopilar de seis a diez nuevos casos como estos todos los días, como quebrar la ley o tomar una pausa.
Desafortunadamente no es un problema sólo de los locutores. También tenemos el caso de muchos “analistas políticos”, académicos, editorialistas y periodistas cultos que escriben un español como traducido del inglés y cuya sintaxis es como la de un texto originalmente escrito en esa lengua. Cuando a alguien le da cáncer, dicen: “Desarrolló cáncer.” Entonces, sus formas de decir las cosas y de razonar son más propias de la lógica de la cultura o la racionalidad inglesa que de la española. Pero así se va haciendo la historia y no hay que alarmarse. Son procesos naturales y paulatinos, no súbitos. Ya no se trata únicamente de las palabras y sus equívocos equivalentes o sus trastrocamientos improvisados por el habla popular que va inventando el spanglish. El cambio actual ciertamente se está dando en la semántica de los vocablos, pero sobre todo en el enunciado, en el modo de pensar la frase y articularla. El que piensa una cosa, el que tiene una idea y la conceptualiza, es el que inventa la frase, en su idioma. Si alguien en inglés confecciona el concepto “desarrollo sustentable”, así lo traducirán.
Por otra parte, es comprensible que los locutores de la televisión y de la radio no tengan un manejo técnico de la lengua, como sí podría esperarse, pongamos por caso, de los editores de la Nueva revista de filología hispánica. Nadie, ningún pueblo, ha estado ni está obligado a un conocimiento técnico de su lengua. La gente habla como Dios le da a entender y esa forma de hablar es la correcta, porque el idioma es algo vivo que se está rehaciendo todos los días. Si muchos hablantes se dejan invadir por las estructuras, las connotaciones, la semántica del inglés norteamericano, es porque cada quien a su manera descifra y reelabora lo que está oyendo. Al incorporar al español mexicano la sintaxis del inglés norteamericano —con lo cual se asimila el alma de la lengua— podría sospecharse que estamos pensando cada vez más como norteamericanos o que estamos absorbiendo la racionalidad y el sentido común de la cultura anglosajona, pero esa tendencia se registra en casi todos los países del planeta; y no sólo en la semántica, en lo que toca al significado de las palabras. Aplicar en lugar de solicitar. Tuna en lugar de atún. Te llamo para atrás (I call you back) en vez de Te vuelvo a llamar. Sucede sobre todo en el enunciado, en el modo de decir las cosas o de razonarlas, in the way to put it. Lo cual es hasta cierto punto lógico. El inglés es la lengua del imperio y el imperio de una lengua arrasa con las lenguas circunvecinas. Así sucedió en el pasado y así sucede ahora. No hay nada nuevo bajo el sol.
Las lenguas imperantes se tragan a otras consideradas “vulgares”, las enriquecen y estructuran y las van rasurando del mapa. La colisión de las lenguas promueve una empatía: incorpora nuevas realidades y expresiones, matices, términos, y va engendrando un entramado que más tarde, indefectiblemente, cristaliza en un nuevo idioma.
La proposición un tanto ambigua —ni en broma ni en serio— sobre la inutilidad de los acentos y de ciertas letras que hizo Gabriel García Márquez en Zacatecas en 1997 es, al menos en el caso mexicano, tardía: en México ya hace varios años que no se usan los acentos. Y no porque algún poeta haya decidido “innovar” la grafía del idioma. No. Más bien se debe —como en el caso de la mayor parte de los “espectaculares” que se encargan de la contaminación visual en la ciudad de México y que tanto y tan bien ha denunciado el arquitecto Salvador Aceves— a que los publicistas no saben dónde van los acentos. Hace ya más de tres años que a algún copy—writer de alguna transnacional publicitaria se le ocurrió quitarle el acento a México. ¿Por qué? La respuesta es muy simple. Porque Aeromexico —así, sin acento— se parece más a una palabra del inglés y este trastrocamiento nos acerca cada vez más al modo de ser norteamericano.
También empiezan a excluirse muy frecuentemente los signos de interrogación y admiración de apertura, en un desliz inconsciente por homogeneizar la grafía española con la del inglés y también porque los medios televisivos reproducen el error hasta hacer creer que no lo es. El problema se presta a discusiones tal vez más eruditas y de más fondo porque, para citar sólo dos ejemplos, el inglés y el alemán a lo largo de la historia se las han arreglado muy bien sin acentos.
Una cosa muy averiguada y establecida es que, a lo largo del quehacer histórico lingüístico, las lenguas se van fundiendo unas en otras. El inglés se fue conformando al principio con miles de vocablos germanos y fue floreciendo con un número no menor de raíces latinas, pero sólo llegó a configurarse tal y como lo conocemos hoy cuando, después de la guerra de los cien años, integró copiosamente el francés en su vocabulario. Son procesos sociolingüísticos que siempre se han dado en la historia de las lenguas y los cambios son graduales, se van dando de generación en generación en lapsos de 25 o 50 años, según los historiadores de las lenguas. Se fusionan unas en otras. Otras desaparecen o sobreviven escritas.
Ni siquiera Miguel de Cervantes se alarmaba en el Quijote de las palabras nuevas y así, hacia el final de la novela, a propósito de la evolución y el enriquecimiento de las lenguas, hace decir a Alonso Quijano que “cuando algunos no entienden estos términos, importa poco; que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso”.
No es un fenómeno nuevo. Christopher Moseley, lingüista inglés y coautor del primer Atlas de las lenguas que se ha publicado, estima que al menos la mitad de las 3,500 lenguas vivas que hay en el mundo podrían desvanecerse en los próximos cien años, mientras otras dos mil podrían verse en peligro de desaparecer en el próximo siglo. “Casi una tercera parte de las lenguas del mundo se hablan por menos de mil personas. En América Latina sobreviven diecisiete lenguas nativas habladas por grupos de menos de trescientos hablantes”.
Según este Atlas la extinción de las lenguas se está acelerando. Una vez que se amplía una lengua y se legitima por el uso o la innovación tecnológica o mediática tiende a rasurar a las más débiles. Por supuesto que no es el caso del español (que hablan unos 350 millones de personas, uno de cada dieciséis habitantes del planeta: el español es el cuarto idioma más hablado, después del chino mandarín, el inglés y el hindi) frente al inglés, pero teóricamente, dice Christopher Moseley, el idioma inglés ha tenido y sigue teniendo mucho que ver con la extinción de las lenguas. No hay ninguna razón técnico—lingüística para suponer que el inglés es más poderoso que otras lenguas, pero es un hecho histórico que se trata de la lengua del imperio. Primero de la colonización desplegada por la Gran Bretaña en el siglo XIX, luego de la labor económico-colonizadora de los Estados Unidos en el XX. El imperialismo lingüístico de los dos países ha cubierto al mundo en los últimos cien años.
Gracias a la globalización de nuestro final de siglo —un fenómeno que no había existido antes con estas dimensiones en la historia de la humanidad—, hemos vuelto a una etapa en la que adquirimos la información y el conocimiento por la vía oral, como sucedía entre los hombres de las cavernas, antes de la escritura.
Ya no leemos las palabras: las escuchamos y no nos representamos su grafía.
Es a lo que el lingüista Walter J. Ong se está refiriendo cuando habla de la “oralidad secundaria” de los medios de comunicación (cine, radio, televisión, video y del teléfono), que dependen de la palabra oral e imponen como válidos, a fuerza de repetirlos todos los días y a todas horas, los errores gramaticales. Es también lo que quieren expresar los italianos cuando afirman que estos medios han producido una especie de analfabetismo di ritorno que aleja a las personas de la cultura gráfica (la lectura, el libro, el género epistolar), lo cual es más notable en países en los que ya no se leían muchos periódicos ni revistas ni libros y vienen los medios a disminuir el número de lectores. Los mass—media “difunden una cultura oral y visual que promueve en la población un distanciamiento de la palabra escrita”, escriben Carlo De Martino y Fabio Bonifacci.
La sociedad humana primero se formó con la ayuda del discurso oral y conoció la escritura más tarde, siglos después. Desde hace más de treinta mil años el Homo sapiens ha estado en el mundo, pero los primeros indicios de escritura se dieron hace sólo seis mil años. Ya vivimos varios siglos de cultura gráfica y libresca (la era de Gütenberg), y asistimos en nuestro tiempo a una realidad en la que los medios audiovisuales están desplazando a los impresos y transformando los métodos de enseñanza, la tecnología e incluso el pensamiento y la conformación de la conciencia. ¿Por qué no habrían de influir también en la fusión de las lenguas que facilita su oralidad secundaria? Es cierto —podría argüirse como réplica— que Internet es textual y que un libro también es una pantalla con texto, pero no es menos cierto que a través de la infinita página electrónica se reproducen asimismo estas transposiciones del inglés al español.
En nuestro ámbito continental, pues, lo previsible —un par de décadas después de que cambie el milenio— no es que el inglés norteamericano se castellanice sino que nuestro español habrá de parecerse cada vez más al inglés... o al español de Brooklyn.


Nota: Hacia el final de Los 1,001 años de la lengua española, de Antonio Alatorre, se encuentra (página 295) un capítulo mucho más esclarecedor de este tema: “La lengua, hoy”.




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