Wednesday, September 06, 2006

 

La enseñanza de Sciascia

Los ensayos, los cuentos y las novelas de Leonardo Sciascia (1922-1989) participan por igual de todos los géneros narrativos. Sus ensayos pueden desenvolverse en narraciones a lo largo del camino y sus novelas no temen incurrir en reflexiones que normalmente serían propias del ensayo. Esta fusión de los géneros le permitió siempre a Sciascia conservar el interés del lector. Llegó a componer una parodia de novela policiaca, El contexto, respetando las convenciones del género detectivesco al mismo tiempo en que concluía con una meditación sobre el poder, el crimen y una realidad contemporánea, en todos los países, que aproximadamente podríamos llamar mafiosa.
Cuando escribí La memoria de Sciascia en 1989 tuve siempre la corazonada de que el autor siciliano pertenecía a esa especie de estilistas que ayudaban a escribir a otros escritores, que les dan ideas, que los incitan a descubrir en ellos mismos ideas mucho tiempo atrás aletargadas pero muy susceptibles de retoñar, según los tiempos. Y según el tiempo de cada quien.
Tuve la ilusión, un tanto pueril, de que Sciascia enseñaría algunos recursos a los periodistas mexicanos que cultivaban la esperanza de escribir algún día un libro. Les daría las armas, me decía. No poca de su malicia literaria se transmutaría a través de la lectura de El caso Moro, La desaparición de Majorana, En tierra de infieles, El teatro de la memoria.
Escritor que estimula a escribir, Sciascia va acomodando las piezas de su libro llevándolo a uno de la mano. Puede citar a otros autores, practica la ética de las comillas, y en todos los casos sus alusiones o las frases ajenas encajan de manera iluminadora en lo que trata de esclarecer. Pone en diálogo a los muertos y con ello rebasa cualquier frontera del tiempo: Diderot aparece luego de un párrafo de Pirandello, Voltaire se ve acompañado por una diatriba de Paul-Louis Courier. Borges asoma junto a una reminiscencia de Martín Luis Guzmán.
Sin embargo, lo que hace Sciascia se remonta a las épocas clásicas de la retórica, porque la argumentación ha sido desde los tiempos de Cicerón una cadena de razonamientos. Es lo que Helena Beristáin llama una “discusión razonada”. Es la parte más importante de un discurso porque en ella se resume y concentra la materia de que trata. Las pruebas deductivas, o probationes o argumenta, abunda Helena Beristán, se basan en los datos de la causa, que sirven para demostrarla y pertenecen a la inventio. La argumentación “suele emplearse como método de conocimiento o como arma para la controversia. Como se dirige al logro de la demostración, de la disuasión o de la persuasión, es un instrumento y está estrechamente vinculada con la obtención y el uso del poder”. Las pruebas, concluye, conforman el esqueleto de la argumentación.
Y así procede, acaso sin saberlo, o sabiéndolo remotamente, Leonardo Sciascia:
Si bien sus novelas de pura invención literaria (Todo modo, El contexto, Una historia sencilla, El día de la lechuza, A cada quien lo suyo, Puertas abiertas, El caballero y la muerte) siempre se despliegan a ras de suelo y se alimentan de los equívocos y las coloraciones de la memoria, lo cierto es que nunca sueltan su cable a tierra: su conexión con la historia y los hechos reales que a la vez permiten –en su composición— hacer de las criaturas de verdad personajes anfibios: esos seres que no se sabe si pertenecen más al territorio del agua que al ámbito de lo terrenal.
El secuestro y el asesinato Aldo Moro en 1978, a manos de las Brigadas Rojas, tiene un registro deducido de su correspondencia escrita: sus cartas van dando cuenta de un pensamiento matizado y trastocado por la experiencia de la muerte inminente. La búsqueda de la verdad está en todo el efecto de conjunto que produce la disección de El caso Moro. Y todo el asunto parece que ya estaba antes en la literatura . “La verdad pareció generada por la literatura”, porque, explica Sciascia, la tragedia de Moro ya estaba en su novela Todo modo.
La manera en que Sciascia coloca las cartas y las frases de Moro, el orden de los factores de su argumentación, constituyen otro decir: otra manera de barruntar la verdad y la complicidad tanto de los correligionarios de Moro en el Partido de la Democracia Cristiana como de los dirigentes del Partido Comunista, e incluso del Papa, que en el fondo deseaban la muerte de Moro a fin de que no llevara a su término el “compromiso histórico” que tenía pensado pactar con la izquierda para compartir el poder en Italia. Todo eso se infiere de la organización textual de Sciascia y corresponde al lector llegar a sus propias conclusiones.
La insinuación de En tierra de infieles (o de Autos relativos a la muerte de Raymond Rousell, sobre la extraña muerte del escritor francés en un hotel de Palermo, en plena época de la dictadura fascista que no admitía la moral del suicidio) es que un obispo como el de Patti, Sicilia, Angelo Ficarra, no se somete a las intrucciones del Vaticano. De Roma se le obligaba a apoyar a los candidatos del partido de la Democarcia Cristiana, pero monseñor Ficarra sostenía que no era asunto de la Iglesia andarse metiendo en cuestiones políticas, mucho menos en favor de unos “mafiosos”. Como consecuencia, el obispo de este pueblecito de la Sicilia meridional fue expulsado a “tierra de infieles”, un aposento inexistente en la geografía (había existido siglos atrás cerca de El Cairo: Leontópolis de Augustamnica) pero todavía “vigente” en los empolvados folios del derecho canónico. Sin decirlo, o más bien diciéndolo con todo el conjunto del relato, Sciascia hace ver las relaciones de poder y las connivencia política entre la Iglesia y los representantes del Estado en cierta época de la historia italiana.
Para decir otras cosas y revelar otras aristas de la realidad ”establecida”, el conjunto es lo que cuenta: la ironía, el contexto, las omisiones significativas, las palabras literalmente transcritas de los actores históricos. Y para lograr este efecto es necesaria una larga, fermentada educación literaria: una manera de organizar el mundo circundante y el pasado que sólo enseña la literatura, el trato cotidiano con los libros, la conversación con los autores muertos. Si de algo sirve la literatura es de herramienta para establecer conexiones, organizar los pensamientos y las ideas. No tiene otro sentido. Si un joven asiste a Oxford para estudiar a los clásicos griegos y latinos al final saldrá preparado para organizar por escrito cualquier conjunto de ideas, cualquier fragmento documental, cualquier diversidad de discursos, propios o ajenos.
Sciascia se mete en los archivos. Se pone su tapaboca para defenderse de los virus ancestrales y supervivientes contenidos en las fojas de las notarías. Entra en ellos como un historiador, pero sale con el asombro de un hombre de letras que sabe descifrar los documentos con una mirada escéptica y maliciosa.
No de otra manera hace en uno de sus mejores libros: La desparición de Majorana. La historia se refiere a un científico desaparecido o, mejor, a un físico joven, de treinta y dos años, discípulo de Fermi e investigador de la fórmula de la fisión nuclear, que organiza su muerte civil: su exclusión de este mundo, su renuncia al propia nombre y a su personalidad jurídica. Ettore Majorana desapareció para siempre en 1938. Nunca se supo más de él. Se creyó que se había suicidado arrojándose al mar, pero Sciascia emprende una indagación “de ambiente judicial” en la que entran como ingredientes innumerables cartas familiares, recortes de prensa, testimonios de contemporáneos, anotaciones en servilletas. Al final, tiene la sensación de haberse aproximado a la verdad: Majorana sufrió un dilema religioso al enfrentarse a la posibilidad de la destrucción humana por medio de la fuerza atómica y decidió abandonar este mundo yéndose a desgastar lo que le quedaba de vida en el silencio votivo de un convento cartujo. Así lo infiere Sciascia por el método de ubicación que tienen las tumbas en los conventos cartujos.
Pensé, pues, que este “método” podría ser una novedad para el periodista destinado a escribir libros y que podría instruir a quienes, por ejemplo, se proponían contar en trescientas páginas el enigma político del asesinato de Luis Donaldo Colosio. Si un reportero aspiraba, mediante el texto largo, a esclarecer los pormenores que rodearon el homicidio de Manuel Buendía en 1984, no estaba mal que se empapara del método sciasciano para, al menos, deslizar cierta ironía, reparar en detalles no apreciados por los reporteros en el escenario del crimen y en la trayectoria biográfica —sus relaciones, sus pasos, sus artículos, sus revelaciones, sus denuncias— del columnista asesinado.
Un archivo de periódicos y documentos servirían de materia prima, pero luego habría que ir a los personajes políticos y policiacos que tuvieron que ver con Buendía. ¿Cuál era el contexto? ¿Por qué se decide matarlo a la luz del atardecer, frente a decenas de testigos, poniendo el atentado a la vista de todos como la carta robada de Edgar Allan Poe? ¿A que se debía la evidente prisa por eliminarlo? Tal vez nunca se sabrá, pero el trabajo de dilucidación periodística podría volver persuasivas otras hipótesis distintas a las oficiales. ¿Por qué el presidente Miguel de la Madrid se tomó cinco años para iniciar las investigaciones? Cinco años.
En el caso de Colosio una letanía de preguntas podrían resultar más penetrantes que los cinco tomos de la investigación oficial. ¿Por qué el presidente Salinas, con todo el poder de un presidente mexicano, no mandó al ejército a ocupar el perímetro de tensión, es decir: el lugar de los hechos, el escenario del crimen que la más elemental criminología aconseja resguardar intacto? ¿Por qué no se ocupó personalmente de una investigación en serio? ¿Cuál fue exactamente el papel que jugó la guardia pretoriana de Luis Donaldo Colosio: los escoltas del Estado Mayor Presidencial, tan meticulosamente entrenados para cubrir, como en un equipo de basketbol, a quien lleva la pelota? Si miembros del EMP intervinieron en la matanza de Tlateloloco el 2 de octubre de 1968; si participaron sin insignias en la detención de Joaquín Hernández Galicia, La Quina, acusándolo de acopio de metralletas y sembrándole un cadáver para imputárselo, ¿por qué habrían de ser tan inocentes en su negligencia pasiva que permitió el ingreso desde la multitud de la Taurus asesina?
Tal vez estos libros imaginarios o inéditos no conduzcan a la verdad de los hechos y de los instigadores. Tal vez no descubran quién armó la mano que accionó el gatillo. Tal vez refrenden la observancia sciasciana de que “nunca se sabrá ninguna verdad respecto a hechos delictivos que tengan, incluso mínimamente, relación con la gestión del poder”, pero eso se debe a que el propósito del periodista escritor no es ése: no es un criminólogo ni un juez ni un policía. No es ése su trabajo. Su tarea consiste en hacer ver, en mostrar, en volver simple lo complejo, en decidir cierto orden secuencial de las informaciones, en retratar a los testigos y a los médicos, a los funcionarios y a los competidores políticos de la víctima. Si con esta labor periodística se concluye que la verdad nunca va a conocerse, si se reafirma que no hay culpables ni autores intelectuales, tal vez, al menos, se cumpla con la ida de desmontar los mecanismos del poder y su complicidades. Si el destinatario es el lector, el hombre de la calle, el ciudadano de a pie, y no los protagonistas macabros del poder, basta el efecto de conjunto que el libro puede ofrecer a fin de exhibir las contradicciones de un aparto de justicia manipulado por hampones. El autor del libro podrá sentirse gratificado si, con su argumentación, alcanza —así sea de manera aproximada— a barruntar la atmósfera, la dimensión inimaginable y siniestra, criminal, que es muy posible vivir en los corredores de Palacio. De éste y de cualquier otro país. De éste y de cualquier otro tiempo… en los tiempos de las tragedias históricas de Shakespeare, por ejemplo.
Si la verdad ya no puede encontrase en el periodismo cotidiano, a lo mejor todavía tiene su refugio en el periodismo ayudado por la literatura.


Comments:
Ha llegado a nuestras manos la obra "La carga dinámica de la prueba", de la editorial jurídica colombiana Leyer.

En ella, JUAN TRUJILLO CABRERA recoje la primitiva concepción de las tesis que plantean la favorabilidad probatoria, para construir en una magistral y contemporánea visión del Derecho Procesal, la teoría de la carga dinámica de la prueba.

El autor sustenta su planteamiento en el marco de la filosofía jurídica moderna, oponiéndose a la postura desconstitucionalizada con que la regla del onus probandi es hoy aplicada por el grueso de los jueces iberoamericanos.Esta obra se erige en la última pieza del tríptico de "mitos de la carga de la prueba", junto a las obras ya clásicas de ROSENBERG y MICHELLI.
 
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