Wednesday, September 06, 2006

 

Entrevistador entrevistado

Alex Haley se dio a conocer en la década de los años 60 sobre todo como periodista entrevistador. La mayor parte de sus trabajos aparecieron en Harper's, The Atlantic Monthly, Cosmopolitan, pero las colaboraciones que más determinaron su prestigio fueron sus entrevistas en Playboy. Allí aparecieron sus largas conversaciones con Martin Luther King, George Lincoln Rockwell (el jefe del Partido Nazi norteamericano), Phyllis Diller, Sammy Davis Junior y, entre muchas otras, la del líder político de los Musulmanes Negros, Malcolm X. Esta entrevista, realizada a fondo y durante varios meses, se publicó más tarde y de manera más extensa en forma de libro: Autobiografía de Malcolm X, en la que Haley figura como coautor. Por esta obra Alex Haley recibió en 1965 el premio Anisfield Wolf, que cada año otorga la Saturday Review.
En el momento en que yo lo entrevisté, en la sede de The World Press Institute, en Saint Paul, Minnesota, hacia finales de 1966, Alex Haley se encontraba trabajando en el libro que definiría su fama: Roots (Raíces). Ya para entonces había avanzado considerablemente en la investigación sobre la historia de su familia cuyos miembros habían sido traídos de África como esclavos en 1766. Unos meses después de nuestra entrevista Haley visitó el pueblo africano de donde procedían sus antepasados más remotos y con esa experiencia concluyó su importante libro sobre el origen de los negros norteamericanos.

—¿Cuál es su idea de la entrevista?
—Para mí es una situación en la que el periodista se presenta como apoderado del público y trata de interpretar el tema y la persona entrevistada para los lectores. Su actitud debe ser honrada y hasta cierto punto inocente.
—¿Siempre utiliza grabadora?
—No. Prefiero comenzar tomando notas, porque la gente suele cohibirse ante la grabadora. En esa forma empiezo a darme cuenta cómo reacciona el entrevistado. Malcolm X fue uno de esos casos. Estuve entrevistándolo durante un año, cuando juntos escribimos su autobiografía, y lo único que me permitió fue traer una máquina de escribir para oír su dictado. Con una grabadora magnetofónica la cosa hubiera sido más rápida y hubiera aprovechado los giros coloquiales.
—¿Qué tanto tiempo emplea conversando con el entrevistado?
—Depende del individuo y de su capacidad para extrovertirse. Primero se establece una especie de empatía que uno debe controlar a medida que platica con el sujeto. Con Cassius Clay estuve cuatro días, con otros me he tardado hasta dos semanas.
—¿Prepara usted antes sus preguntas y si así es, se las muestra de antemano al entrevistado?
—No. Nunca le muestro las preguntas. En realidad lo que pasa es que no preparo una lista de preguntas sino de temas; de ahí, y de la conversación, surgen espontáneamente las preguntas. Claro que debo controlar estas preguntas con el fin de mantener al sujeto en cierta área. Es decir, no me preocupo tanto por ciertas preguntas específicas como por el tema que se está tratando. Si de pronto el entrevistado se sale del tema, no lo interrumpo sino que escribo todo lo que dice y más tarde corto los párrafos con tijeras para reunirlos en la fase correspondiente de la entrevista.
—En otras palabras, usted empieza por hablar de cualquier cosa simplemente para romper el hielo y motivar la conversación hacia el tema que le interesa .
—Exacto. Por cierto que tengo la impresión de que empleo la mayor parte del tiempo condicionando al sujeto. Podría mencionar, entre muchos otros casos, el incidente que tuve con Miles Davis. Miles Davis tiene fama de no hablar con la prensa, pero yo tenía que hacerlo hablar a como diera lugar, pues me habían encargado una entrevista. Al principio se negó. Cuando me enteré de que es un deportista entusiasta y que asistía diariamente a un gimnasio de Harlem (parece que es muy buen boxeador) fui a una tienda y me compré el equipo necesario para entrar al gimnasio. Me inscribí y pagué unas cuotas, de esa manera, Miles no podía correrme de allí. Cuando Miles entró yo estaba tirando guante y haciendo sombra. Parece que esto le cayó muy bien y se puso a enseñarme cómo pegarle correctamente al costal. Me invitó a subir al ring y nos propinamos tres agitados rounds. Después de esto pasamos a la regadera y, como sucede generalmente cuando uno está en la regadera, las formalidades salieron sobrando. En esta forma iniciamos nuestra amistad y así comenzó la entrevista.
—¿Usted escribe y publica todo lo que dice el entrevistado? ¿Le muestra la entrevista antes de enviarla a la imprenta?
—No. No escribo todo lo que él dice, porque en realidad se puede escribir mejor lo que habla una persona. Salvando algunos giros coloquiales que en cierta forma retratan al sujeto, ordeno el material y trato de transmitir la idea que el entrevistado quiere comunicar. Algunas veces incluyo las frases literalmente, cuando es necesario hacer resaltar algún dato o una afirmación muy personal. En cuanto a la segunda parte de su pregunta: sí, el entrevistado siempre ve las pruebas de galera antes de que se publique la entrevista.
—¿Cuáles han sido las entrevistas más interesantes que usted ha hecho?
—Yo diría que la que me resultó más divertida fue la que hice al nazi George Lincoln Rockwell. Se dice que una de mis mejores fue con el doctor Martin Luther King. Hice otra con Sammy Davis Jr. (el cantante) para Playboy. En Londres dos más: una a Jimmy Brown (el futbolista) y otra a Julie Christie (Julie Christie).
—¿En qué piensa cuando el entrevistado está hablando?
—Eso es muy importante. Cuando se es buen entrevistador (como me gustaría pensar que yo lo soy ahora), uno se da cuenta de que los gestos de la gente son a veces mucho más elocuentes que sus palabras. Observo las manos, temblorosas o quietas o sudadas, y trato de adivinar lo que la persona está sintiendo, si está nerviosa, tensa, y si está consciente de eso o no. Lo que se puede hacer al intentar entrevistar a un hombre casado no es ir a ver a su esposa, sino a su secretaria; ella sabe mucho más acerca de él. La mejor manera de aproximarse a un individuo es sorprenderlo en una situación dada, como en una fiesta, y ver cómo reacciona ante las preguntas; hay que ver también la cara que pone su pareja, pues lo que él piensa se refleja en la cara de ella, o viceversa.
—¿Trata usted de despertar un sentimiento de amistad en la persona que entrevista?
—Sí, claro, en todos sentidos, y me da muy buenos resultados. No recuerdo a nadie que haya entrevistado que ahora no sea mi amigo, con la excepción natural del nazi Rockwell y salvo el doctor Martin Luther King, que era una persona muy ocupada. La entrevista en Playboy produjo el libro de Malcolm X y terminamos siendo muy buenos amigos.
—Cuando el entrevistado no resulta tan interesante como usted esperaba, ¿trata de destruirlo en alguna forma, de ponerlo en evidencia?
—Hay un caso, el del comandante nazi Lincoln Rockwell. No quiero decir que lo destruí, aunque tampoco le hice mucho favor. El mismo mostró el cobre. La mejor manera de presentarlo fue poner entre comillas lo que me dijo. Le solté la rienda y se puso a decir todas esas cosas de las que estaba muy orgulloso. No hubo necesidad de describirlo. El lector se dio cuenta perfectamente.
—¿En alguna forma trata usted de hacer comentarios, de deslizar sus propias opiniones entre pregunta y respuesta?
—Nunca. Creo que es parte de la honradez del entrevistador. Es decir, uno se queda afuera, como buen oyente. Uno es como un cirujano y el entrevistado se coloca como paciente en la mesa de operaciones. El trabajo consiste en hacerle una buena operación.
—¿Prefiere hacer preguntas cortas o largas?
—Trato de hacerlas cortas.
—¿Y trata de obtener una respuesta determinada, intenta dirigir la mente del entrevistado?
—Sí, en cierta forma. Es necesario porque uno quiere conocer la visión que la persona tiene de ciertas cosas. Entonces se le guía; digo, no es como en cualquier conversación. Le lanzo preguntas dirigidas. Si quiero que alguien me hable de su profesión, le pregunto sobre el campo en que se mueve y no sobre lo que él hace. Si se trata de un arquitecto, por ejemplo, no le pregunto qué hace sino, digamos, qué piensa de tal concepto de Frank Lloyd Wright, y lo dejo hablar. Creo que al preguntarle sobre otra persona, él no se siente directamente aludido y así puede exteriorizarse.
—¿Existen algunos límites en la revista Playboy en lo que concierne a la libertad de expresión en las entrevistas?
—No. A mí me parece que si Playboy se ha distinguido por la calidad de sus entrevistas es porque hasta cierto punto son cándidas, dentro de los límites de la decencia, las buenas costumbres, etcétera. Si alguien emplea malas palabras no necesariamente las transcribo, simplemente porque es vulgar, de mal gusto, pero sí dejo las primeras letras de la palabra y así no se pierde el tono ni el sabor del estilo. Es decir, hay que dejarle saber al lector lo que el tipo está diciendo y cómo lo está diciendo.
—¿Hasta qué punto se documenta usted sobre la persona que va a entrevistar? Por ejemplo, ahora que va a ver a Julie Christie, ¿qué tanto sabe de ella?
—Tengo una ayudante que se dedica a hacer la investigación. Cuando se me encomienda una entrevista, mi ayudante me proporciona la información básica, algunos datos biográficos, y me hace varios comentarios. Yo prefiero no saber demasiado sobre el entrevistado en ciernes. Prefiero sacarle partido a mi ignorancia y lanzarle preguntas ingenuas. O sea, voy a él como cualquier lector, que muchas veces no sabe nada acerca del entrevistado.
—¿Cuántas veces escribe la entrevista antes de publicarla?
—Al principio tenía que escribirla tres o cuatro veces. Ahora sólo una.
—¿Busca usted algunos datos personales entre la gente relacionada con el entrevistado, o sea, sobre los temas que se pueden tocar y los que no hay que sugerir?
—Ése es el tipo de cosas que se pueden conseguir de las secretarias. Por eso yo platico mucho con ellas, las invito a cenar, a tomar una copa. Ellas pueden decirme lo que a sus jefes les gusta que les pregunten y, además, cuándo preguntárselo, cuándo se siente de mal humor o cuándo está de buenas.
—¿Y la secretaria sabe que usted va a entrevistar a su jefe?
—Bueno, esto no lo pondría en la grabadora, pero yo diría que uso todos los medios posibles. El hecho es que las secretarias siempre saben que uno va a hacer una entrevista, porque con ellas se hacen los arreglos preliminares. Su jefe es famoso, ella es su secretaria, se muere por decir lo que sabe, pero generalmente nadie se lo pregunta. Les mando flores. Una vez le mandé flores a una secretaria todos los días de la semana. Y el resultado fue una de mis mejores entrevistas (con su jefe).
—¿Cuál es su “técnica” al hacer entrevistas?
—No siempre uso la misma. Depende del entrevistado. Pero por lo general utilizo grabadora. Si uno es conocido como buen periodista, el entrevistado se siente desafiado. Cuando se entera de que va a ser entrevistado puede permitir que se grabe lo que dice, pero después exige oírlo varias veces. Yo envío la cinta a una secretaria para que la transcriba. Una vez reunido el material, tomo las tijeras y empiezo a cortar. Muchas veces corto sólo un párrafo o un renglón, muchas veces una página entera y lo que saco lo voy poniendo en cajas de zapatos. Luego vuelvo a las cajas, veo de nuevo el material y lo pongo en el suelo (que es donde realmente se confecciona la entrevista); después monto las piezas, como hace el montajista en las películas, y las redacto a máquina.
—¿Cómo cree usted que se hace un periodista o un escritor?
—Lo que a mí me parece esencial es la disciplina, y esto quiere decir paciencia en muchos sentidos. Sentarse a escribir durante años, quemar cuartillas, y aprender a fracasar, pero no demasiado. Lo importante es ponerse a trabajar y no tanto platicarle a los amigos que se está trabajando en tal o cual libro. Hay que aprender a ser rechazado por los editores e insistir. Mucha gente habla del talento, pero yo creo que es secundario. La disciplina, la disciplina es la gran cosa.

Saint Paul, Minnesota, 1966



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