Wednesday, September 06, 2006

 

El peligro de la frecuentación

De la promiscuidad que puede darse entre políticos y periodistas, en un país como México en que el conflicto de intereses no necesariamente es mal visto, se desprenden matices y sutilezas que tienen su juego en la relación cordial. Suele deslizarse en esta dimensión el periodista que no acepta regalos ni dinero pero si que se le dé “importancia” o se le tome en cuenta, se le halague y se le invite a desayunos o viajes —en el avión presidencial, por ejemplo— y se le concedan favores para sus amigos.
Acerca de los sobreentendidos de esta frecuentación —peligros para el desempeño independiente y autónomo del oficio periodístico— ha reflexionado Piero Ottone, exdirector del Corriere della Sera, el diario de mayor circulación en Italia.
En el libro que concentra y decanta su larga experiencia, Il buon giornale, Piero Ottone recuerda el caso de Giulio de Benedetti, director de La Stampa, de Turin, de 1948 a 1968.
De Benedetti vivía en Turín y solía ir a Roma —la capital del país, la sede de todos los poderes— un par de veces al año para tomarle el pulso más de cerca al ambiente político y las cosas del gobierno, pero evitaba el encuentro con personajes influyentes. Una vez unos colegas suyos insistieron en que se viera con Aldo Moro, que era primer ministro o jefe del gobierno (en el sistema parlamentario). Accedió de mala gana. Cuando lo tuvo enfrente, no supo qué decir. Moro, que por su parte era poco locuaz y no menos tímido, no supo tampoco qué decir. Parece que se vieron con pena, vergüenza, embarazo, intercambiaron alguna sonrisa y algún cumplido para cubrir las formas. Después De Benedetti se levantó y se fue, feliz de que el suplicio hubiera terminado.
Según Ottone la frecuentación de los representantes del Estado por parte de los periodistas se vuelve peligrosa porque el poder trata siempre de condicionar a la prensa. Los hombres del poder suelen sentirse descontentos con la prensa, dice Ottone, pero le atribuyen una importancia enorme y tratan de manipularla. Cuando algunos periodistas se dan cuenta de que los políticos les conceden una importancia exagerada no sólo se mueren de la vergüenza, como decía James Reston, sino que se maravillan, porque están convencidos de que la influencia de la prensa es mucho menor de la que le suponen los políticos.
Otros periodistas reaccionan de distinta manera: les parece justificada la importancia que se les atribuye y viven convencidos de que detentan un enorme poder. No falta el reportero que se cree protagonista de la política y trata de participar en la vida de los partidos o de hacerse presente en los corredores del poder. Su convicción más intima —su fantasía secreta— es que un artículo suyo puede determinar la marcha de la historia, la suerte de un político, la caída de un gobierno. Pero la verdad, piensa Ottone, es que los gobiernos caen por otros motivos. Incluso si eso fuera cierto, el periodista no estaría en su papel: no es asunto de los periodistas tumbar ministros o gobiernos como si fueran boliches. Deben contentarse con juzgarlos.
Si el poder trata de condicionar a la prensa, no es menos cierto que asimismo los periodistas deben hacer todo lo posible para sustraerse a sus condicionamientos. Gajes del oficio son que muy frecuentemente a uno como periodista traten de utilizarlo, pero hay que saber hacer lo que uno considera justo y publicar lo que es válido desde el punto de vista periodístico y con el lenguaje que considere más efectivo. Son muy obvias estas cosas. Se ven todos los días. No menos obvio es que un periodista —si es un hombre de carácter y lo suficientemente orgulloso como para salir adelante— sabrá resistir toda intención de intimidarlo si no da demasiada importancia a las ventajas materiales y psicológicas que su actividad le procura y si no las considera más importantes que su libertad o su dignidad.
Son más sutiles en cambio los compromisos que se tienden, incluso de manera impensada, durante la frecuentación de los políticos en el poder. Los zorros más astutos son los funcionarios que tratan de condicionar a los periodistas admitiéndolos en su círculo, invitándolos a desayunar o a comer, al tiro al blanco o al golf, enseñándoles documentos “reservados”, haciéndoles confidencias, compartiendo con ellos sus sentimientos más personales. Esto representa por lo menos dos insidias: que el periodista se sienta lisonjeado y corresponda a las cortesías que recibe y escriba sobre quien así lo trata cosas amables o se abstenga de escribir cosas severas, por temor también, al comportarse de otra manera, de perder la confianza de alguien a quien le debe favores. El temor es mayor en la medida en que la familiaridad asegura, al periodista y a su periódico, alguna ventaja: el periodista puede publicar de vez en cuando, con el apoyo de su amigo funcionario, una noticia “reservada”, ganándole la “exclusiva” a la competencia, y estima entonces justificado cultivar esa relación, a pesar de sus peligros.
Estas relaciones pueden darse y se dan entre ministro (o secretario de Estado) y director de periódico, entre el jefe de la policía y el cronista de la crónica negra (o la nota roja), entre el juez y el cronista judicial.
La segunda insidia se configura de la siguiente manera: si el periodista es sentimental, si conoce los procesos mentales del ser humano y las circunstancias que han conducido al político, al comandante o al juez, a comportarse de cierto modo, entonces se torna muy comprensivo: se las arregla para encontrar atenuantes y piensa que él hubiera hecho lo mismo si hubiera estado en su lugar. Esta comprensión bonachona es peligrosa. Si las circunstancias que han inducido al funcionario a actuar de cierta manera resultan atenuantes, tanto mejor para él; esto le ayudará a salvar el alma cuando comparezca ante el Juicio Universal. “Pero al periodista no debe importarle nada el alma del hombre público. Lo que le importa es si cierta decisión del funcionario es objetivamente útil o perjudicial para la sociedad. Todos los seres humanos, incluso los peores criminales, tienen algunos atenuantes, si atendemos a su historia personal (pueden ser buenos padres de familia, por ejemplo, o muy filantrópicos), pero eso no les quita lo criminal ni su peligrosidad. El periodista debe entonces sentirse libre para denunciar estos entuertos con franqueza y sin paráfrasis”, escribe Piero Ottone.
Se trata, pues, de una relación delicada: del encuentro de dos inteligencias y, si se quiere, de dos astucias. Lo que no hay que olvidar es que los políticos le dan una gran importancia a lo que se
escribe en los periódicos —por eso son sus principales lectores— y otorgan un gran peso sobre todo a lo que se dice sobre ellos, de tal modo que nunca quedan contentos, ni se sienten cómodos, con la prensa libre y crítica. De ahí la obsesión por controlarla.



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