Wednesday, September 06, 2006

 

El monstruo mediático

Los periódicos son medios de comunicación,
pero no medios masivos de comunicación.
—Abelardo Casanova

A principios de marzo de hace unos años, antes de que entrara el calorón, mi amigo Fernando Vizcarra y yo recorríamos la bellísima carretera que va de Mexicali a San Felipe, Baja California, cortando de tajo la planicie apisonada y marciana de Laguna Salada. Las montañas a los lados yacían como toros o leones muertos, contra la luz del amanecer y el horizonte que, hacia las estribaciones del golfo de California, fundía en un solo espejismo el desierto y el mar.
Teórico de la comunicación en la Universidad de Baja California, Fernando Vizcarra, a propósito de no recuerdo qué (me parece que hablábamos de Jesús Martín Barbero, el gran especialista sobre los medios y las mediaciones, de la Universidad de Cali, Colombia), me habló de pronto del “espacio mediático”. De inmediato me cautivó la expresión. Ha de ser una de esas cosas que los profesores traducen del francés, le dije. Algo conceptualizado en otra lengua, como suele suceder en el medio académico.
—Entre nosotros y el mundo —me decía Vizcarra— está el espacio mediático y no deja de trastornarnos las percepción de las cosas, como las drogas filosóficas que alteran nuestra representación de la vida y el mundo, en estos tiempos de tan abrumadora como indiferenciada información.
—Algo está sucediendo con los medios —le comenté—. No sabemos muy bien qué es. Sólo que no era así hace quince años. Todavía no lo podemos conceptualizar.
—¿Nos están enloqueciendo?
—No sé. Tal vez tengamos que adaptarnos, como se adaptan los niños y los que van creciendo con las nuevas tecnologías
Es a lo que se refiere Pierre Bourdieu con lo que denomina “campo periodístico”, cuyos mecanismos e influencia cada vez están más sometidos a las exigencias del mercado e inciden en los diferentes campos de producción cultural: el jurídico, el literario, el artístico, el científico. Hay una globalización del capital y por tanto de los medios que utilizan las grandes empresas monopólicas para obtener ganancias. Y esta transformación que nos está ocurriendo, como dice Héctor Schmucler, tiene que ver con la cultura dominada por lo mercantil, ajena a todo sentido de solidaridad. Son los tiempos que corren. Todos los días, alrededor de las 24 horas, somos bombardeados sin piedad por esos estridentes cañones de la información simplificadora, transitoria y desechable, que accionan artilleros de muy mediana formación intelectual.
Vivimos en esa como otra estratosfera que los profesores europeos llaman en “espacio mediático”, la lente, el color y el audífono con los que vemos y oímos las cosas.
Bajo el imperio de esa otra dimensión que empieza a configurar el espacio mediático, los periódicos se han convertido en parques temáticos; se dividen en secciones o en muchos periódicos especializados, para todos los gustos, como las capas de una cebolla. En sus encebolladas páginas se recopilan opiniones en lugar de hechos y, finalmente, la “opinión pública” se manipula como simple y llano público: espectadores, clientes a quienes hay que halagar y satisfacer. Consumidores, no ciudadanos.
El periodismo también se organiza como espectáculo o entretenimiento (lo que los gringos llaman infotainment). Es parte del show business. Las grandes empresas monopólicas de los medios: Bertelsmann (de Alemania, una de las más poderosas), Rede Globo (de Brasil), Televisa (de México), Viacom, ABC—Disney, Time—Warner (de Estados Unidos), News Corporation (de Australia), y Africa, imponen sus pautas y se disputan el mercado. En ese contexto el papel del periodista ya no es el mismo de antes; ahora trabaja en función del mercado, es un animador, un vendedor en busca del rating. Y en esa dominación global, o campo de influencia, las sutilezas propagandísticas de las grandes empresas que quieren quedar bien con los gobiernos para mejor hacer negocios y para que no les quiten sus concesiones, se dan prácticamente por añadidura.
Tanto del periodismo escrito como de los medios audiovisuales concesionados, los gobiernos (como es el caso del mexicano) obtienen apoyo a sus necesidades propagandísticas.
Los noticiarios televisivos El Noticiero, de Televisa; Hechos, de Televisión Azteca; Para Usted, de Multivisión; y Enlace, de Canal 11, “no respetaron el derecho a la información de los mexicanos”, en cuanto al conflicto en Chiapas, señala la Academia Mexicana de Derechos Humanos, al dar a conocer el monitoreo que llevó a cabo en torno del trabajo de esos medios informativos entre el 27 de abril y el 15 de mayo de 1998.
Los mexicanos recibimos en el lapso mencionado una amplia transmisión de las opiniones y versiones gubernamentales en torno al conflicto en Chiapas, “no así de las voces discordantes o disidentes de la perspectiva oficial, y cuando se les dio acceso, recibieron un tratamiento inferior y adverso, en algunas ocasiones”.
“Incluso Enlace, del Canal 11, un noticiero que en el pasado dio muestras de apertura hacia actores con posiciones discrepantes a la gubernamental, se sumó a la posición oficial”. En suma, según el monitoreo, “los noticiarios mencionados demostraron un comportamiento propio de un sistema político mexicano previo a las transformaciones observadas en las últimas décadas. Este tipo de cobertura informativa no contribuye a la búsqueda de una salida pacífica y negociada; al contrario, puede crear condiciones para una solución armada”.
Si Nietzsche profetizó que la verdad teológica, científica, objetiva, iba a degenerar en opinión pública, ahora resulta, como nos hace ver Félix de Azúa, que esa opinión pública condena antes que los jueces y es la que se confecciona a través de los medios dominantes que nos interponen el cristal y el pigmento con los que reconstruimos el mundo y nuestra época.
“Todo el sistema mediático y todo el entramado de los partidos colabora en establecer que no hay más fuente de verdad que la opinión pública”, dice Félix de Azúa. La opinión pública sólo existe a través del sistema mediático que decide lo que es verdadero o falso en cada caso.
Esta explosión de las comunicaciones también ha puesto a pensar a Stella Martini, de la Universidad de Buenos Aires. Si el periodismo, oral o escrito, se ocupa de interpretar la realidad y ofrecerla como información en una tarea de servicio y de interés colectivo, “lo cierto es que el estudio de la información gráfica y televisiva más reciente evidencia fisuras que indican la necesidad de reformular la agenda de los medios. Por eso la práctica periodística está en un momento crítico de inflexión”.
La sensación de que se están dado cambios sin precedentes bajo el imperio actual de los medios se manifiesta cada vez más en artículos de reflexión y en libros, como el que reúne las ponencias del I Encuentro Iberoamericano de Enseñanza de Periodismo organizado por la Asociación de Facultades Argentinas de Comunicación Social y que lleva por título Periodistas: entre el protagonismo y el riesgo. Profesores y teóricos de la comunicación se preguntan qué tanto ha cambiado el papel del periodista en nuestro tiempo, dados los vaticinios de su extinción como fuerza de trabajo reemplazable por los circuitos informáticos. Lejos de haberse minimizado, el papel del periodista se ha vuelto más activo y merece más la consideración del público que antes atendía la opinión de los intelectuales o los líderes políticos. “Las funciones de algunos periodistas se han ampliado en relación proporcional al descrédito de las tareas de políticos, jueces y gobernantes.” Buenos o malos, manipuladores o no, sobornados o no, traficantes de influencias o independientes, de formación intelectual mediana o nula, los periodistas han terminado por imponerse gracias a la profusión y el poder de los grandes grupos monopólicos internacionales que actúan en el espacio sin control algunos por parte de los gobiernos nacionales.
Locutores, comentaristas, moderadores de debates, cronistas deportivos, “se han convertido, sin tener que esforzarse demasiado, en solapados directores espirituales, portadores de una moral típicamente pequeñoburguesa, que dicen lo que hay que pensar de lo que ellos llaman los problemas de la sociedad, la delincuencia en los barrios periféricos o la violencia en la escuela”, escribe Pierre Bourdieu.
“El Gran Hermano (el Big Brother de la novela 1984, de George Orwell) es el poder comunicacional que a través de la concentración y la uniformidad está en condiciones de imponer un consenso impidiendo que haya mensajes alternativos”, dice Manuel Vázquez Montalbán.
“Hoy todo mensaje alternativo parece desestabilizador, culpable, grosero, desde la perspectiva del mercado totalitario donde los más variados estuches están ocupados por el mismo contenido. Abramos el que abramos, siempre aparece un comunicador de la CNN o su clónico, producidos por la ingeniería genética de lo políticamente correcto. CNN representa el espíritu y la intención histórica del Gran Hermano que Orwell imaginó en condiciones antidemocráticas.”
Otros ejemplos recientes de esta preocupación son Últimas noticias sobre el periodismo, de Furio Colombo; Sobre la televisión, de Pierre Bourdieu; La red, de Juan Luis Cebrián; y Homo videns, de Giovanni Sartoris.
También hay que mencionar la Crítica de la seducción mediática, de José Luis Sánchez Noriega, que trata sobre la interacción de los medios de comunicación y la sociedad. Después de su lectura, uno no tiene más remedio que admitir con el prologuista, Manuel Vázquez Montalbán, que “aprender a ver y a descodificar un mensaje (en este caso televisivo) es una cuestión fundamental de supervivencia democrática”.
Se están dando ciertos efectos, pues, a partir de los medios. En eso todos están de acuerdo. Los medios melodramatizan demasiado los acontecimientos de todos los días. Unos hablan de “efectos perversos”, otros, de simples cambios, como los que se advierten en el habla e incluso en el lenguaje escrito y su proclividad a imitar el inglés, impensadamente. “A la mejor exageran, pero no les falta razón cuando constatan que la informática y los medios de comunicación están invadiendo cada vez con más intensidad tanto el funcionamiento de las instituciones como la vida cotidiana de los ciudadanos”, escribe José Beaumont.
¿Y que aportan de positivo? Información, mucha información. ¿Se trata de una información necesaria? ¿Para qué sirve tanta información?
Estamos hipnotizados por los medios y hemos de compartir por fuerza el vértigo de los cambios, aunque no sepamos hacia dónde nos llevan, concluye Beaumont. “Es frecuente, sobre todo en el proceso de información en televisión, seguir unas estrategias de seducción y desinformación ya que se sacraliza la imagen, se espectaculariza lo cotidiano, se vedetiza al sujeto y se eleva al público cada vez más a la categoría de estrella de los medios.”

El tiempo y el espacio, en nuestra sociedad digital, se están organizando de otra manera, dice Juan Luis Cebrián, autor de La red. Los gobiernos no sólo se saben impotentes para vigilar o normar las transferencias de recursos financieros de un país a otro, que pueden incluso desestabilizar monetariamente a las naciones: también tienen que reconocer que su responsabilidad respecto a los contenidos de la información se ha transferido de hecho a las grandes empresas de la comunicación que no han sido elegidas por ningún ciudadano del mundo. “La red ha acentuado la pérdida del Estado—nación y, por tanto, la transferencia de poder a instituciones clásicas a otras, como las corporaciones empresariales”, que no dejan de ser un imperio. “Y el imperio determina la condición de vida de los súbditos”, concluye Cebrián en la entrevista que le hiciera Juan Manuel Villalobos en La Jornada el 9 de mayo de 1998.
Esta libertad de empresa y de expresión puede prestarse a innumerables abusos —como cree Pierre Bourdieu cuando habla de la “amenaza” que los medios de comunicación constituyen para la sociedad—, pero asimismo refrenda la conveniencia política —y democrática, si se quiere— de que la reglamentación estatal no sea tan fácil.
A lo que se refiere Bourdieu no es a la profusión de los medios —ampliada por la internacionalización de los sistemas de comunicación por medio de satélites y las alianzas de empresas de telecomunicación— sino a su calidad y a su uso. El manejo delicadísimo de la información suele quedar en manos de un ejército de locutores y periodistas orales, cuya mediocridad no sólo es atribuible a su falta de estudios universitarios, que se prestan al juego de sus patrones empresariales extorsionados o presionados por los gobiernos.
Uno de los indicadores de esta “corrupción estructural” es el código profesional de los periodistas “que les lleva a elegir las informaciones buscando lo sensacional, lo espectacular y lo excepcional. Además las noticias se hacen en función de la imagen, de la política y del dinero, se explotan cada vez más a fondo las pasiones primarias y se destaca no el contenido (discurso), sino el continente (el empaquetado)”, según comenta José E. Beaumont sobre el libro de Bourdieu. La publicidad y la ley del mercado se constituyen al final en la última instancia legitimadora de la actividad periodística.
La industria de la seducción empieza con la influencia de los propios mediadores o periodistas que se someten a los imperativos de la competencia en la economía de mercado. Cuando valoran como importante lo que carece de relevancia social, no poco periodistas atenúan a deforman nuestra percepción de la realidad inmediata. “Como no siempre son muy cultos”, dice Bourdieu, “se asombran de cosas que no tienen nada de extraordinario y permanecen indiferentes ante otras que son absolutamente portentosas”.
El talón de Aquiles de la cultura de los medios lo identifica Vázquez Montalbán cuando advierte que “por más que estos medios inculquen unas verdades uniformadoras, si no coinciden con la realidad más inmediata, un día u otro se produce la quiebra, y la hipnosis mediática desaparece”.
Muchas cosas están cambiando, pues, para bien y para mal. Así ha sido en el pasado, sólo que en otras dimensiones y según las innovaciones de cada época, porque lo que siempre ha caracterizado al periodismo como oficio, según advierte Furio Colombo, es su inestabilidad. Siempre ha estado sometido a turbulencias, presiones y cambios, incluso allí donde las condiciones históricas y ambientales son más favorables. Lo que parece entreverse ahora es una convivencia y una cada vez más fluida adaptabilidad al cúmulo de novedades que imponen la práctica profesional y las nuevas tecnologías.

En el campo de la ética o deontología periodísticas, los últimos tiempos y ciertos acontecimientos han suscitado nuevas reflexiones: en relación al respeto a la vida privada, la difamación, el secreto profesional, el derecho a la información, la conducta de los fotógrafos de asalto. La norma de no hacer el vacío a nadie y la necesidad de que el periodista no confunda su papel con el de un policía han aparecido en los nuevos códigos de comportamiento que a sí mismos se dan los informadores porque conciben la ética como un pacto entre los periodistas y los ciudadanos.
Por otra parte, más allá de la ansiedad por las utilidades y el rating, y la competencia del mercado, el ejercicio del periodismo oral (electrónico o audiovisual) cada vez más prescinde de la palabra escrita y recupera la más antigua tendencia de la humanidad: la adquisición del conocimiento por la vía oral, de boca en boca.
La "oralidad secundaria", de la que escribe Walter Ong y atribuye al teléfono, el video, el cine, la radio y la televisión, también transforma los métodos de enseñanza, la tecnología y aun las formas de organización del pensamiento propiciando una suerte de anafalbetismo regresivo: un regreso a la infancia analfabeta.
Muchos analfabetos funcionales siguen creyendo que aprendieron a leer y a escribir en la escuela para poder descifrar un letrero en la carretera o un menú en una cafetería, no para leer un libro. Nunca han tenido la experiencia de descifrar un texto y asimilarlo por medio de la lectura. Y esta creencia se les confirma en su trato diario con los medios audiovisuales.
Sin embargo, esto que ha aparecido una amenaza empieza a verse sin miedo y con naturalidad. En todas las épocas las personas insertas en la cultura gráfica, las amantes de la lectura, estadísticamente han sido una minoría. No parece que vayan a dejar de serlo ahora ni en el futuro, a pesar de los medios electrónicos.
“La angustia por el alubión de información”, dice el historiador de la lectura Roger Chartier, “se refiere a la imposibilidad de domar todo lo acumulado en los libros que ahora está a disposición de cualquier usuario”.
El sueño de la biblioteca de Alejandría se ha plasmado en Internet, la biblioteca universal a la que todos tienen acceso. Asistimos a una auténtica revolución en las formas de leer, “más trascendente que la invención de la imprenta y comparable al paso de los rollos antiguos al codex romano, es decir, a la forma actual de los libros”.
Cuando algunos temían la desaparición del libro, al menos en su forma impresa y en papel, se ha visto cada vez más cuán gráfico y textual es Internet. Ahora el libro y el periódico son una pantalla con un texto móvil. Cuando el teléfono canceló la costumbre de escribir cartas, el correo electrónico empezó a llegar en la única forma en que podía llegar: en palabras, en fotos y en dibujos.
Así una cosa desplaza a otra pero no la sustituye, como añade Roger Chartier: “A finales del siglo XX conviven una pluralidad de formas de leer que coexisten o se enfrentan con los medios audiovisuales”. Mi impresión es la misma: que estamos llegando a una convivencia de los diferentes recursos comunicativos (no son tan raros los novelistas, por ejemplo, como John Irving, que no sólo prescinden de la computadora para escribir sino que usan unas libretas enormes como las que usaba Balzac) y que cada quien puede valerse del que le dé la gana.
Las alarmas que, por otro lado, han propiciado los medios audiovisuales en relación con el habla y el imperio de la lengua inglesa —que invade al español con sus connotaciones y sus fórmulas— se van asimilando como un proceso gradual que siempre ha ocurrido en la evolución de las lenguas. Ciertamente no desaparecerá el español que hablan ahora más de 350 millones de terrícolas —la lengua castellana nunca ha gozado de mejor salud, se dice por todas partes—, pero el García Márquez del año 2025 tendrá que escribir que su joven personaje dice “caí en amor” y ya no “me enamoré”, como se decía antes del español norteamericanizado, o antes del american spanish.
Es parte de la transformación que nos ocurre y no logramos dilucidar del todo. Hay, entre muchas otras cosas, una vuelta a la cultura oral a través de los medios de manera paulatina, gradual, de una generación a otra que ciertamente no extinguirá del todo a la cultura gráfica pero nos obligará a una convivencia con ella, opcional. Lo único que sabemos es que hay un proceso de cambio y que esa mutación se da en la zozobra alucinante del “espacio mediático” que confunde la apariencia con el ser, el éxito con el talento, la información con las formas más sutiles de la propaganda.





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