Wednesday, September 06, 2006

 

El libro reportaje

Muy buenas razones habrá de tener Juan Gargurevich para incluir entre los géneros periodísticos el testimonio: autobiografías, memorias, diarios, confesiones, cartas, entrevistas, reportajes, encajan dentro del género testimonial, tanto como cualquier relato histórico redactado según las impresiones y la visión personal de un autor.
El testimonio consiste en una revelación, directa o indirecta, si la hace en primera persona el periodista o si se la cuentan y la expone en tercera persona. Normalmente el testimonio gira alrededor de un acontecimiento de interés colectivo y de valor noticioso, y se presenta en dos o tres cientos de páginas y en forma de libro o de una serie larga que se publica por entregas en un periódico o una revista. Es el caso de Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, o de La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. Y el mismo tipo de libros vendrían siendo El Emperador y El Sha, de Ryszard Kapuscinski.
Gargurevich localiza el más remoto testimonio periodístico en los despachos que para The New York Herald enviaba desde Africa en 1871 Henry Morton Stanley. El articulo de Stanley —cuya misión periodística era encontrar al doctor David Livingstone, que se había perdido en una expedición— estaba firmado en Bunder, Ujiji, sobre el lago Tangañica, y fechado el 23 de noviembre de 1871.
En un relato de más de 40 cuartillas, Stanley refiere los incidentes de su periplo a través de varias aldeas africanas antes de concluir con el párrafo que se ha hecho célebre en los anales del periodismo:
“Hay un grupo de árabes de lo más respetable, y a medida que me acerco veo entre ellos el rostro blanco de un anciano. Lleva una gorra con una banda dorada alrededor, viste una chamarra corta de tela corta, y sus pantalones... bueno, ya no me fijo. Nos saludamos de mano. Nos quitamos los sombreros, y le digo:
“—El doctor Livingston, supongo. (Dr. Livingston, I presume?)
“Y me dice: —Si.
“Finis coronat opus.”

Uno de los grandes libros de periodista mexicano en el siglo XX es El otro México, de Fernando Jordán, escritor con formación de antropólogo y autor asimismo de Crónica de un país bárbaro. El primero es la historia de un viaje por la península sin carretera de la Baja California; el segundo, una amorosa y muy crítica radiografía de Chihuahua.
Muerto —por suicidio o por homicidio— en La Paz a los 36 años en 1956, Fernando Jordán reveló a los mexicanos las bellezas inimaginables y desconocidas de su propio país, el conmovedor aislamiento de la casi—isla que ha sido la Baja California, el encanto indescriptible de un pueblo como Comondú. Antes de que se tendiera la carretera transpeninsular a principios de los años 70, los bajacalifornianos tenían, por el libro de Jordán, El otro México, una visión de lo que podría contemplarse desde y a través de la brecha: los habitantes de la montaña, el surgimiento de insólitos ranchos entre las colinas, y la vida de la costa. Aparte de su escritura perfecta, el libro de Jordán es un paradigma de lo que puede ser la pasión por el mar, la navegación marítima, los recorridos en jeep por senderos vírgenes, la palabra, el periodismo.
De Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco es ya un clásico del periodismo testimonial mexicano. Múltiples voces, testigos, “a la manera de un coro plural”, conforman este testimonio colectivo sobre la matanza del 2 de octubre de 1968 y el movimiento estudiantil popular del mismo año.
“A la par de este movimiento se dio otra tendencia: la del nuevo periodismo, la de la novela testimonio, la de la novela de no ficción —escribe Hernán Lara Zavala—. Esta escuela, quizás el polo opuesto al realismo mágico, nos recordaba que las historias de la vida real pueden superar muchas veces lo que la imaginación es capaz de concebir. […] En México nuestros gobernantes han confiado en el poder de olvido del pueblo para actuar impunemente. Pero para fortuna nuestra siempre hay alguien, algún narrador, un periodista, un investigador que se impone la obligación de contar aquello que se ocultó, se escamoteó, se tergiversó o se adulteró.”
Con Hasta no verte Jesús mío, novela testimonial en la que una mujer del pueblo, Jesusa Palancares, lleva la voz narrativa, Elena Poniatowska continúa profundizando —como entrevistadora, reportera, narradora— en personajes y situaciones de la realidad mexicana muy raramente tocados —si no es que superficialmente— por la prensa. El formato y la extensión del libro, aparte de una mayor libertad expresiva, permiten a la periodista ir más a fondo en la indagación de zonas del México civil que no alcanza a cubrir la velocidad del diarismo. Así, en Fuerte es el silencio el problema de la invasión de tierras y la búsqueda de vivienda configuran el tema de “La colonia Rubén Jaramillo” que, según Carlos Monsiváis, “es la mejor crónica conocida de Elena Poniatowska y un texto definitivo”. Otros testimonios de este volumen conciernen a los desaparecidos políticos y a los “ángeles de la ciudad”:
“El smog, siguiendo al pie de la letra los dictados de la canción, nos pinta angelitos negros. Allí los vemos alicaídos, tratando de pasar entre los coches, golpeándose en contra de las salpicaderas, atorándose en las portezuelas, magullando sus músculos delicados, azuleando su piel de por sí dispuesta a moretones.”
Lo que emerge de sus libros es un país distinto, el país real, el México civil, preocupado y angustiado, que quiere la verdad y el respeto, como de manera conmovedora se hace patente en Nada, nadie, otra vez memoria colectiva, coro de voces individuales, que dejan testimonio sobre los terremotos del 19 y el 20 de septiembre de 1985 en la ciudad de México.
Otros ejemplos acerca de cómo se ha llevado a la práctica en nuestro medio el método periodístico de investigación, valiéndose de todos los recursos de la narrativa y la estructuración novelística, se encuentran en las páginas de Charras, de Hernán Lara Zavala, y Guerra en El Paraíso, de Carlos Montemayor. Mientras el primero reconstruye el asesinato de un militante estudiantil político en Yucatán, Efraín Calderón Lara, en 1974, a partir de recortes de periódicos, entrevistas con testigos, en lo que toma la forma de una novela testimonial inquietante, el segundo hace la historia de la guerrilla de Lucio Cabañas en la sierra de Guerrero, desde que en 1967 el maestro rural rompe con la legalidad establecida hasta su muerte siete años después y la secuela de “guerra secreta” que se llevó a cabo durante los años 70 en México sin que la mayor parte de los mexicanos nos enteráramos del drama.

Parece una contradicción en los términos decir, como Truman Capote, que es posible una “novela sin ficción” porque aparentemente lo que es reportaje no puede ser novela. O se trata de una labor de indagación de datos y personajes reales, paisajes y escenarios interiores, o de una creación verbal imaginativa, no apegada a la capa más superficial de la realidad, es decir, a la verdad periodística. Se ha dicho más de una vez: el periodismo es información y la novela imaginación. Pero luego resulta que tanto uno como la otra se funden y ya no sabe uno, como lector, si anda en los terrenos de la ficción literaria o en el campo notarial del periodista que cosecha los datos. A diferencia del agua y el aceite, novela y reportaje se mezclan muy bien, como un gimlet o un buen martini.
Sin embargo, Ryszard Kapuscinski desconfía de las novelas, acaso porque ha vivido demasiado fascinado con los acontecimientos de la realidad, sus personajes y sus dramas. Sospecha que como género es posible que la literatura se esté agotando. Tiene la impresión de que no es fácil encontrar una novela que enriquezca nuestro conocimiento del mundo y de nuestra época. Hace años se podía hablar de grandes escritores franceses. Ahora ya no.
“A cambio”, le dijo a César Guémes en una entrevista, “se está creando un nuevo tipo de literatura. Son libros de los cuales no puede decirse a qué género pertenecen. Por ejemplo: Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss, en el que podemos reconocer cinco diferentes géneros: es un libro filosófico, de crónica de viaje, de literatura, de reportaje y de ensayos. ¿Dónde lo colocamos? No sabemos. Bueno, entonces la mejor literatura de hoy es aquella que no distingue los géneros. El problema actual para calificar un libro no es a dónde pertenece, sino determinar si es bueno o malo como único criterio”.
El premio Alfaguara de 1999 se le otorgó al escritor y periodista valenciano Manuel Vicent, alguien que nunca ha sentido diferencia alguna entre periodismo y literatura. Se ha desempeñado con más o menos igual fortuna en la crónica, el relato y el comentario. A la hora de escribir un artículo, Vicent tiene la misma actitud que al trabajar el capítulo de una novela o una crónica de viaje.
“Para mí la trama de la novela, como la de la vida y la del periodismo, está en lo que uno ve o siente alrededor y en la calle.
“De la misma forma en que la poesía fue el método de expresión del siglo XVI, el teatro del XVII, el ensayo del XVIII y la novela del XIX, el periodismo es la expresión literaria por excelencia del siglo XX, dice el autor de Son del mar, título de su novela galardonada también con un cheque de 170 mil dólares.
La ficción, según él, no es más que interpretar desde un punto de vista pasmado lo que sucede cada día en la realidad. Por mucho que un reportero procure ser imparcial y objetivo, a la hora de la hora su memoria y su subjetividad transfiguran su material informativo.
Muy poco se puede entender en nuestro mundo sin la intermediación del periodismo que, a falta de foros y plazas atiborradas de correligionarios, ha llegado a desempeñar incluso el papel de los partidos políticos o los ámbitos parlamentarios: sirve como un vehículo para la circulación de las ideas. “Pero no nos engañemos, porque la literatura siempre ha sido periodismo, y a la inversa. En este sentido, La Odisea es un reportaje periodístico sobre la nevegación y La Iliada recoge las crónicas de un enviado especial a cualquier guerra.” En el Nuevo Testamento, los apóstoles se desplazan como reporteros de varios periódicos y cada uno da su versión del mismo personaje y de los mismos hechos.
Y es que ni periodistas ni novelistas pueden sustraerse en la vida diaria a los equívocos de la fantasía, que todo lo impregna y pigmenta en todos los tonos nuestra percepción. La verdad no puede conocerse y tal vez sólo le queda como último refugio la literatura, según se alcanza a vislumbrar muchos años después. Incluso los jueces titubean entre la verdad conocida y “la verdad que se busca”, como si hubiera la necesidad de alinear varias verdades.
Esta discusión ya lleva por lo menos treinta años, desde que en 1967 Truman Capote salió con su “novela sin ficción” A sangre fría y Norman Mailer con Los ejércitos de la noche, reportajes novelados propios del llamado “nuevo periodismo” norteamericano, crónicas que incorporaban todos los recursos de la narrativa literaria: las descripciones, los diálogos, el monólogo interior. Luego se vio que en cierto modo ya había hecho lo mismo Martín Luis Guzmán en los años 30 cuando escribió El águila y la serpiente. Porque estos libros reportajes, no ajenos a lo que Fernando Benítez llama el “ensayo reportaje”, en realidad —si nos ponemos muy ortodoxos— constituyen un género híbrido o fronterizo: se mueven entre la ficción y el reportaje; son elaboraciones literarias que discurren en el umbral, entre un género y otro, como los largos y reflexivos reportajes de Ryszard Kapuscinski, el periodista polaco. Y no son menos novelas que reportajes exhaustivos los libros de Manuel Vázquez Montalbán: Galíndez, Quinteto de Buenos Aires, Y Dios entró en La Habana, Autobiografía del general Franco.
¿Y qué decir de Noticia de un secuestro, de Gabriel García Márquez?
Alrededor de los asesinatos de Manuel Buendía, el cardenal Posadas, Ruiz Massieu y sobre todos el de Luis Donaldo Colosio, la sospecha social ha engendrado múltiples fantasías, algunas de ellas fantásticas. Y en el terreno de esta fuerza centrífuga en que se trastoca la imaginación a partir de un cadáver los periodistas no han sido menos transfiguradores de la realidad. Está bien, porque en la búsqueda de la verdad, como en los experimentos científicos, se empieza por poner en juego la imaginación. Y no es labor ajena a los periodistas atender los atisbos de la especulación popular.
Por lo menos se han escrito y publicado veinte libros sobre el asesinato de Colosio, reportajes y recopilaciones de recortes periodísticos, y ninguno de sus autores renuncia a la fantasía que también cascabelea como una víbora en la mente de los detectives. Ante la verdad del poder y sus ocultamientos es lógico que se desencadene un verdadero frenesí de especulaciones, aunque se sacrifique la verosimilitud.
“Si escribimos hagámoslo pensando que va a durar más que un día, que el valor que queremos dar a un texto es el mismo que un escritor da cuando escribe una novela”, dice Kapuscinski
De esa manera, si nuestra relación con la realidad y con los demás abunda en equívocos y malentendidos no hay por qué esperar otra cosa de los quehaceres de la escritura, tanto la de los libros reportaje como la de una novela como Un asesino solitario, de Élmer Mendoza, que se aproxima al caso Colosio no para desentrañarlo sino para ilustrar cómo los seres humanos construyen su sistema de creencias y una vez que lo traman no quieren cambiarlo. Porque creer es una necesidad. Creer es crear. Creer es un placer.

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