Wednesday, September 06, 2006

 

El juez y el periodista

La serie de misterios que en 1984 empezaron a
concatenarse con el asesinato de Manuel Buendía
cambiaron de algún modo las relaciones entre el
Estado y el poder policiaco, entre la ley y el
hampa, entre los ciudadanos y sus gobernantes.
Con el proceso de criminalización del gobierno
mexicano se difuminó asimismo la desconfianza en
la verdad de los medios, audiovisuales e impresos.
En cosa de quince años, una criminalidad difusa
y anónima (no excluyendo el disparo que privó de
la vida a Luis Donaldo Colosio) ha obligado también
a reconsiderar críticamente el trabajo de los
periodistas y su cotidiana comunicación con los
lectores. La dificultad para llegar a esclarecer
los hechos, la impotencia de los investigadores y
los reporteros, desataron la fantasía popular y los
desplantes de un periodismo de ficción, pero al mismo
tiempo —compensatoriamente— replantearon la
necesidad del rigor en las labores informativas.
¿Podía la verdad periodística asimilarse a la verdad
jurídica? ¿Tiene ahora el periodista que actuar como
un juez que sólo acepta pruebas y desecha
especulaciones?
El problema es mucho más complicado de lo que
parece. Tanto al juez como al periodista lo avalan
los hechos, pero el periodista —siendo tan imparcial
como el juez— no tiene por qué juzgar ni sentenciar:
se restringe a dar fe como un notario y ahí donde el
juez dice “no ha lugar” el periodista ha de ampliar
su radio de acción imaginativa y tomar en cuenta,
además, el sentir de la sociedad —por fantasioso
que sea— si aspira a una verdad si no más profunda,
al menos distinta a la verdad sucia de los policías
y de los jueces. Simplemente para ilustrar la época
y documentar el imaginario colectivo.
Carlo Ginzburg recuerda en El juez y el historiador
que los oficios de ambos fueron homologados desde
el siglo XVIII. Las nociones de “prueba” y de “verdad”
son parte constitutiva del quehacer del historiador
pero éste, aparte, analiza las fuentes en tanto que
testimonios de “representaciones” sociales. Lo que es
común a historiadores y jueces es el uso de la prueba
y su trabajo se basa en la posibilidad de probar,
según ciertas reglas, que X ha hecho Y. “Pero obtener
una prueba no siempre es posible; y cuando lo es, el
resultado pertenece al orden de la probabilidad, y no
al de la certidumbre.”
Si vale la analogía, y en lugar de “historiador”
ponemos “periodista”, podemos aceptar que el
periodista sea tan precavido y cauteloso como un
juez. Es socialmente saludable y así no se menoscaban
prestigios ni se difama a nadie. Muy bien: “No hay
pruebas de que haya habido un complot en el caso
Colosio”, dicen el periodista y el procurador (o
el juez instructor en otros países), aunque tal
vez al periodista no le corresponda asegurarlo tan
taxativamente. Su misión habrá de completarse mejor
si indaga un contexto, como hace el inspector Maigret,
de George Simenon.
Maigret no procede jamás por deducción como Sherlock
Holmes, que es más técnico, ni por golpes de escena.
Su método consiste en suscitar una atmósfera
impregnada de turbiedad, de sentimientos confusos,
hasta que, a partir de esta comunión física, una
intuición le revela la verdad. Lo que le interesa
no es el culpable, sino la exploración de una
situación, de un “contexto”, o mejor: de un
“engranaje”.
Para un juez, en cambio, no tiene la menor
importancia el que un acusado haya cometido o no
un delito. Le basta la confesión para cerrar el
circuito de la verdad jurídica y lavarse las
manos. O al contrario: puede dejar en libertad
a un homicida evidente, como O. J. Simpson, “por
falta de pruebas”. Esa sería su verdad ”técnica”.
El problema fundamental del periodista es el de
la verdad. Ante la imposibilidad de llegar a ella,
el que dispone un cierto sentido de la realidad
es quien detenta el poder y decide, a discreción,
si hay elementos o no para que procedan los jueces.
La ausencia de la verdad tiene una causa política:
el predominio del poder invisible cuya lógica es
la del poder por el poder mismo.
En Las memorias de Maigret, George Simenon trata
de la verdad tal como es, cosa que no convence a
nadie, y de las verdades “arregladas”, que resultan
más verosímiles que las auténticas.
“La verdad nunca parece verdadera. Cuéntele usted
cualquier cosa a alguien. Si no la arregla, le
parecerá siempre a todos increíble y artificial.
Arréglela usted y parecerá más auténtica que la
verdad misma.”
Lo que hace el inspector Maigret es simplificar
la verdad. Reduce a su más sencilla expresión los
engranajes que funcionan a su alrededor.
¿No nos permitiría el juez periodista al menos
dudar de la verdad arreglada del caso Colosio?



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