Wednesday, September 06, 2006

 

El gusano y la mariposa

Trabajar en un periódico significaba para quienes empezamos a escribir a principios de los años 60 una oportunidad de practicar cualquier tipo de escritura: hacer entrevistas y transcribirlas, reseñar algún libro o una exposición plástica, resumir en una sola varias de las noticias que llegaban por el cable.
Creíamos que a escribir se aprende escribiendo, que el ejercicio periodístico de todos las noches nos daría oficio, que consultar una y otra vez el diccionario de sinónimos enriquecería nuestro vocabulario, que el emprender una investigación hablando con personas de diferente extracción cultural y tomando notas ampliaría el espectro de fórmulas sintácticas que todo escritor debe ir acumulando en su arsenal narrativo. Tomábamos, pues, el periodismo como una especie de laboratorio literario. La mera operación de transcribir palabras habladas, de la manera más sucinta posible, con la máxima economía verbal, era en sí misma un entrenamiento divertido.
Con lo que más se asemejaba el periodismo era con la novela realista. Era un buen camino, entonces. Además muchos escritores, como Hemingway y Jack London, habían pagado su cuota de iniciación en las redacciones de los periódicos o como corresponsales de guerra. Había cierto romanticismo en nuestra percepción juvenil del periodismo. El mismo Albert Camus lo asumió como una forma de combate y resistencia política, como un vehículo en el que podían ponerse las ideas en circulación. Jean-Paul Sartre colaboraba en los medios impresos. Lo mismo François Mauriac y los italianos Vitaliano Brancati y Elio Vittorini que publicaban su bloc de notes, su "diario en público" o su “diario romano”.
Era normal que los autores de novelas se entrenaran en las páginas de los periódicos. Tal vez esta práctica era un resabio del periodismo del siglo XIX, cuando la literatura y el oficio de informar o de opinar y de criticar eran una y la misma cosa: la libre competencia de las ideas por el reconocimiento público, como dice Blas Cota. Los periódicos se hacían con escritores. Piénsese tan sólo en los rusos, en Nicolás Gogol y en Dostoievski. O en los franceses de principios de siglo, los contemporáneos de Marcel Proust que no pocas veces, por motivos políticos, se jugaban la vida en la prensa. Piénsese en Gabriel García Márquez, que se inició en un periódico de Cartagena de Indias y ha contribuido como nadie, aparte de Truman Capote, a esta confusión romántica que se ha procreado entre periodismo y literatura. De hecho, a finales del siglo XX, las distancias entre periodismo y literatura son cada vez más grandes, y no como cuando nacía y se desarrollaba la prensa escrita de difusión masiva a mediados del siglo XIX. Ahora, los especialistas en el “espacio mediático”, armados de cámaras y micrófonos, muy pocas veces tienen trato con la palabra escrita. Son “comunicadores”, según les gusta llamarse a sí mismos. Son oficiantes del periodismo oral.
Tal vez el caso de García Márquez sea paradigmático. Es uno de los pocos novelistas que ha sido a la vez y en la práctica un reportero, no un ocasional colaborador externo. Su enorme capacidad inventiva le ha permitido desde la juventud moverse de modo magistral en dos campos que para él son los dos rostros de un mismo despliegue de la imaginación. Todavía el autor colombiano sigue creyendo que el periodismo no es sino otro de los géneros literarios. Y en ese mismo equívoco nos metió Truman Capote con su novela "sin ficción", A sangre fría. Ambos nos hicieron pensar, sobre todo por su talento maravilloso, que como la poesía y el cuento, el ensayo y la novela, el reportaje muy bien escrito era otra instancia de la literatura. Y ahí empezó el malentendido.
Con el paso del tiempo yo he llegado a la conclusión de que no es así, salvo en los casos excepcionales de estos dos magníficos narradores y de muy pocos otros. En primer lugar un escritor que colabora en los periódicos, como el mismo Leonardo Sciascia, por citar a alguien más, no es un periodista. Un periodista es alguien que tiene otro tipo de imaginación y otra actitud ante el lenguaje, otro ritmo mental, una experiencia ganada en las horas de tedio de días y noches en un hotel sin que suceda nada ni aparezca el personaje entrevistable: los tiempos muertos, las jornadas nocturnas de las madrugadas del cierre hasta el amanecer. Su materia prima es la información. El acontecimiento lo cautiva y es muy difícil que escriba algo si no tiene los datos a la mano: una libreta, un documento, el dictado proveniente de una cinta magnetofónica. A lo largo de los años ha ido cercenando la fantasía que por naturaleza le fue dada desde niño. Ante la página en blanco se queda como estatua de sal.
No me resulta fácil compartir estas impresiones. Primero, porque las diferencias son muy sutiles. Segundo, porque siempre habrá un caso individual —el de García Márquez, nada menos, o el de Hemingway— que ponga en entredicho cualquier pretensión teórica de universalidad, que por lo demás no tengo. Lo que ocurre es que me he pasado la vida entre periodistas y muchos de mis amigos lo son. Me consta por eso mismo que no ven el mundo con ojos de poeta ni de novelista. El flujo de su pensamiento se les da a más revoluciones que a un hombre de letras. El suyo, por decirlo así, es un pensamiento más revolucionado, mientras que el literato vive en otra frecuencia mental. Mientras el novelista es un agricultor, el periodista resulta un cazador. Su proyecto es de más corto alcance y más rápido y, por lo mismo, más transitorio. Escribe al día y no suele tener la paciencia ni la constancia de alguien que se embarca en un proyecto de 500 páginas y de dos o tres años. En literatura, como escribía Jules Renard en su diario, el talento no es escribir tres cuartillas. El talento es escribir trescientas. Parece un criterio que valora la cantidad y no la calidad, pero así es, porque de lo que se está hablando es de la persistencia y la obsesión por las palabras y ciertos temas que el periodismo no consiente. Son oficios diferentes, nada más. Son lenguajes distintos.
Alguien ha dicho que el periodismo es más efímero que la literatura, que carece de perdurabilidad, pero finalmente toda obra humana, literaria o periodística, es efímera y tiene más probabilidades de ser intrascendente que perdurable. Esto no quiere decir que en sí misma una novela sea más importante o mejor que un reportaje de 400 páginas. Hay miles de novelas que no valen lo que un buen reportaje o una buena crónica. Son pasiones distintas, nada más.
Cada quien, periodista o narrador, sabe cuál es el campo que más placer le depara. Para un reportero investigador resulta fascinante ver cómo los datos que va descubriendo se van encadenando hasta iluminar aspectos de la realidad que nunca hubiéramos imaginado. Los viajes, el contacto con personajes interesantes y conmovedores, la experiencia como testigo en el lugar y el momento justos, presenciar un hecho de trascendencia histórica, por ejemplo, van abonando la gratificación que puede extraer un periodista de su trabajo. A tal grado que se puede volver un adicto de los acontecimientos, un escritor no menos feliz que el que se aísla del mundo entre cuatro paredes y elude a los demás. Nunca cambiaría la pasión del periodismo por el limbo de la literatura. Pienso en Maruja Torres, por ejemplo, periodista que por lo demás ha incursionado muy bien en la novela —en gran parte por su estilo—, y para quien el periodismo no sólo es su vocación: también es su adicción y su motor.

Lo que estoy queriendo decir —y no sé si alcanzo a comunicarlo— es que en la inmensa mayoría de los casos, por lo que me ha tocado ver en esta vida, la práctica inveterada del periodismo dificulta mucho al periodista con pretensiones literarias desarrollar su capacidad inventiva porque no está habituado —y a veces es demasiado tarde para intentarlo— a escribir a partir de la nada, es decir: a partir de la página en blanco y sin una palabra de información.
Muchas veces es mejor para un novelista no haber estado en el lugar que describe. Es mejor que se lo imagine. Literariamente es más redituable no atenerse a ninguna información. Para lo único que le pueden servir sus archivos —si es que los tiene, como los tiene el periodista— es para inhibir su fantasía. Juan Rulfo me decía, por ejemplo, que no podía escribir de nada que hubiera visto recientemente, que tenía que imaginárselo. No podía redactar un informe, como los que tenía que hacer y no hacía bien cuando trabajaba en la Comisión del Papaloapan. Era todo lo contrario de un reportero. Los datos lo paralizaban. Se sentía más a sus anchas escribiendo a partir de la experiencia y los juegos de la memoria, que es la que verdaderamente inventa. Cuando anduve en tierras de Rulfo y visité sus pueblos: Sayula, San Gabriel, Apulco y Tuxcacuesco, en el sur de Jalisco, lo que más me sorprendió fue que —al menos desde mi percepción subjetiva— nada tienen que ver con la geografía y el ambiente de sus relatos. El “Llano en llamas”, el “páramo”, es un vergel de pitahayas y paisajes vegetales.
Y es que, a diferencia del discurso oral, el pensamiento escrito se va por rumbos insospechados, el proceso creador resulta a la larga una aventura del lenguaje. Aspira a la transfiguración, no a la reproducción de unos datos. No es información: es fantasía y algo extraño parecido a la locura funcional: la demencia del arte.
Jean—Claude Carrière, el amigo y guionista de Luis Buñuel, ha tratado de explicar su trabajo de toda la vida diciendo que el guión es el gusano de seda y la película, la mariposa. Extrapolando el símil, podríamos decir que la información —tanto para el novelista y el historiador y en mucho menor grado para el novelista— es la oruga mientras que la novela o el libro reportaje bien escrito vienen siendo la mariposa. En los dos casos, tanto en el periodismo como en la ficción, el gusano son los hechos desnudos e inmediatos y la mariposa viene siendo la imaginación, sin la cual están perdidos tanto los periodistas como los novelistas.
Quien le dio al clavo a esta circunstancia del proceso creador en la literatura fue Marcel Proust, y así lo explica cuando escribe sobre la memoria involuntaria:
“Sólo de los recuerdos involuntarios debería extraer el artista la materia prima de su obra. En primer lugar, precisamente porque son involuntarios, porque se forman de sí mismos, atraídos por la semejanza de un minuto idéntico, son los únicos que poseen una impronta de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas con una exacta dosificación de memoria y olvido.”
Desde un principio el escritor en ciernes ha de apostarle a la fantasía, no a la información, o bien a lo que la lúcida intuición de Marcel Proust reconoce como la memoria involuntaria. No son necesarios los datos ni el engaño de los archivos porque la de la información, dice Milan Kundera, es una verdad “de la planta más baja de la ontología, la verdad puramente positivista de los hechos”. Hay que encomendarse, pues, sin miedo, a la memoria y dejar que obre la fantasía.
Los recuerdos involuntarios, sigue diciendo Marcel Proust, “nos hacen disfrutar de la misma sensación en una circunstancia totalmente distinta: la liberan de toda contingencia, nos transmiten la esencia extratemporal, la que constituye precisamente el contenido del estilo elevado, de esa verdad general y necesaria que sólo la elevación del estilo es capaz de reflejar”.
Es muy tenue la diferencia entre criatura y personaje. Una criatura es cualquier cosa creada, particularmente un ser animado: una hechura de Dios, el ser humano, o el animal, tal y como fueron echados al mundo. Por el contrario, un personaje es una construcción. Una invención.
“El nacimiento de una criatura de la fantasía humana, nacimiento que es el paso por el umbral entre la nada y la eternidad, puede ocurrir también improvisadamente, teniendo por gestación una necesidad”, dice Luigi Pirandello cuando intenta explicarse por qué una criatura hija de su imaginación se desdobla en personaje, da un salto a un mundo que el autor ya no puede gobernar y cobra vida propia. El personaje vive por su cuenta, ha adquirido voz y movimiento propios.
Y es que para Pirandello la fantasía es un regalo de los dioses que de pronto le trae a casa uno o varios personajes.
“Hace muchos años que está al servicio de mi arte una doncella esbeltísima, pero no por eso nueva en el oficio. Se llama Fantasía”, declara el dramaturgo siciliano en el texto que podría pasar por su arte poética: el prefacio a Seis personajes en busca de autor.
“El misterio de la creación artística es el misterio mismo de la creación natural. Una mujer, amando, puede desear llegar a ser madre; pero el solo deseo, por intenso que sea, no bastará. Un buen día se encontrará con que es madre, sin saber exactamente lo que ha pasado. Así, un artista, viviendo, acoge en sí tantos gérmenes de vida, y jamás puede decir cómo y por qué en un momento dado, uno de esos gérmenes vitales se le inserta en la fantasía para convertirse en una criatura viva, en un plano de vida superior a la voluble existencia cotidiana.”
Por ello la fantasía tal vez no sea sino una palabra más con la que designamos la memoria. Los neurofisiólogos mismos que han estudiado el funcionamiento del cerebro, como A. R. Luria e Israel Rosenfield, sostienen que la memoria no reproduce: la memoria inventa, y reconocen que esta invención de la memoria ya la había entrevisto Marcel Proust en su novela En busca del tiempo perdido. Uno pigmenta la realidad involuntariamente, y reconstruye imperfectamente la experiencia, porque la memoria es deformadora de la realidad y del pasado.
Lo que distingue, entonces, al escritor que se ata a los datos del escritor que pone toda su fe en la invención de la memoria es que el segundo sabe soltarse. No busca la objetividad, que es imposible. Al contrario: se echa al agua de la subjetividad, se pierde en las cosas, porque el enigma de la creación lo lleva a prescindir de su personalidad. Dios está en los detalles.
Es lo que sucede con el amor, dice el poeta Claudio Rodríguez: “Uno intenta identificarse, aniquilarse en la persona amada.”
“No es que desaparezca la personalidad (siempre está en el lenguaje y en el estilo), pero se desvanece en el proceso creador, que lo lleva a perderse. A perderse y a encontrarse. Aquí está el principio de la religión: Dios se pierde en las cosas.”

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