Wednesday, September 06, 2006

 

Contra el periodismo

La información es demasiado importante como
para dejarla en manos de los periodistas.

—Pierre Bourdieu



Del desdén por el periodismo —su cuestionamiento desde la sociedad o desde la literatura, o simplemente su aparición como tema en la novela y el ensayo— se tiene un antiguo registro, por lo menos desde los años de Karl Kraus a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero, por otra parte, las obras de testimonio periodístico, como las que han conocido las generaciones de las últimas décadas, reivindican el lado erótico —es decir, vital, placentero— del mester de periodista. Y siguen siendo su esperanza.
Una de las diatribas más recientes y más leídas (ha sido traducida a seis idiomas) y polémicas de los últimos años es el breve texto se Serge Halimi, Los nuevos perros policías (periodistas y poder), que apareció en París en 1997 bajo el título de Les nouveaux chiens de garde (haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes, un violento ensayo contra la filosofía tradicional). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”.
Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y colaborador frecuente en las páginas de Le Monde Diplomatique. Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que a esta palabra de le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atontados consumidores de una mercancía que se llama información. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de las grandes empresas que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, automóviles) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses. Además, ya en su escritorio y frnte a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas. Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo como saben hacer los periodistas.
Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el emprobrecimeto de la dieláctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelvo un sistema.”



Es casi un lugar común, y algo más que un juego de palabras, la conocidísima frase de Lewis Mumford que no ve en los periodistas más que a unos “especialistas en generalidades”. En Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa intercala el siguiente diálogo entre dos periodistas de Lima:
“—¿Prefieres el periodismo a la literatura? —dijo Santiago.
“—Prefiero el trago —se río Carlitos—. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.”

Carlos Pereda, en un ensayo sobre Ramón López Velarde aparecido en la revista Biblioteca (número 14; México, marzo—abril, 1993), habla del “despotismo palabrero” que crece y se multiplica como “vacío interior y haraganería, falta de coraje intelectual para poner en duda o atacar las opiniones vigentes”. Según la lectura que hace Carlos Pereda, López Velarde sentía que en su época la palabra había dejado de ser instrumento y herramienta para volverse “déspota”. Forma refinada del merolico, el periodista es para el poeta alguien “que por diez centavos nos sirve todas las mañanas poesía hecha, política hecha, reportazgo como corbata roja y editorial como falda pantalón”.
La figura del periodista se articula, así, deduce Carlos Pereda, “como el moderno abastecedor de la doxa: ese cronista y opinador que volviendo todo noticia, que concediendo a todo valor, acaba por hacernos creer que nada tiene valor, que todo no es más que un vano espectáculo de sucesos pasajeros... sin relevancia; mero ruido para distraer, para excitar, para ensordecernos y aplastarnos”.
Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato sostienen en
Diálogos esta desenfadada provocación:
Borges: Quiero decir, Sábato, que entonces no se hacía ninguna referencia a las noticias cotidianas, fugaces.
Sábato: Sí, eso es verdad. Tocábamos temas permanentes. La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.
Borges: Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
Sábato: Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América.” Título a ocho columnas.
Borges (sonriendo): Sí... creo que sí.
Sábato: ¿Cómo puede haber hechos trascendentes cada día?
Borges: Además no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.
Sábato: ¿Quién?
Borges: Emerson, que recomendaba leer libros, no diarios.

Muchos de los escritores contemporáneos de Karl Kraus (1874—1939) creían que el lenguaje de las palabras escritas era insuficiente ante los imperativos de la realidad: las palabras no logran, decían, atrapar este río de sensaciones que nos circundan. Gran crítico del lenguaje, Kraus la emprendió contra el periodismo porque estaba escrito a base de “frases hechas”. Su libro Pro domo et mundo fue traducido con el titulo Contra los periodistas por Jesús Aguirre. Estaba convencido de que “las necesidades actuales parece que nacen listas para la imprenta” y de que lo único que encuentran los lectores en la prensa son “impresiones tendenciosas y adornadas”, pues la prensa lo confunde todo y no sabe discernir “una urna de un orinal”. Con dos aforismos desahucia la validez de los informadores profesionales: “Los periodistas escriben porque no tienen nada que decir, y tienen algo que decir porque escriben.” Y: “El pintor tiene en común con el que lo es de brocha gorda que ambos se ensucian las manos. Y eso es precisamente lo que diferencia al escritor del periodista.”
Hans Magnus Enzensberger recuerda en Mediocridad y delirio, al hacer una crítica al diario alemán Bild y una reflexión sobre la “catástrofe de la libertad de prensa”, que Soren Kierkegaard proponía fusilar a los periodistas. “De buen grado asumiría en nombre de Dios la responsabilidad de ordenar '¡Fuego!', siempre y cuando previamente hubiera comprobado escrupulosamente que los cañones de los fusiles no apuntaban a ningún ser humano, excepto a los periodistas”, escribió Kierkegaard en su diario (1848).
Ya se había ocupado Enzensberger del periodismo en Detalles cuando, en su estupendo ensayo “El periodismo y la danza de los huevos” analiza la prensa de su tiempo tomando como ejemplo el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung, “cuya política informativa es engañosa, carente de objetividad y tendenciosa”.
Con motivo de la aparición en España de Mediocridad y delirio, Juan Cruz entrevistó a Enzensberger en El País:
—¿En qué medida los periodistas hemos ayudado a crear en la sociedad esta atmósfera de banalidad que existe? —preguntó Juan Cruz.
—El periodismo depende de un mercado de masas que en cierto modo va en busca del tiraje. Pero ese tipo de éxitos también se paga, en cuanto a credibilidad, respeto, etcétera. Porque quien lee periódicos cretinos no es necesariamente cretino. Recuerdo todavía un periodo en que había respeto hacia la palabra impresa. Ahora hay un mayor cinismo por parte del lector y es el precio que hay que pagar por la masificación de la información —contestó Enzensberger.
—¿Qué le lleva a usted a ser tan radical en el análisis de los periodistas?
—Todos somos víctimas del periodismo, especialmente la clase informada, de la cual formo parte. Muchas veces leo cosa que después me digo que no son posibles. Los pobres periodistas trabajan en un margen de tiempo limitado y entre las tres y las cuatro de la tarde deben hacer el oráculo mundial sobre lo que llega media hora antes y, tras una hora, deben entregar su gran diagnóstico. Una reflexión es muy difícil en condiciones como ésas
—¿Dispararía contra los periodistas, como Kierkegaard?
—No, no —concluyó Enzensberger—. El es un maniqueo. Eso es una boutade con un sentido, pero que yo no comparto. No soy un maniqueo.

Pero entre los novelistas contemporáneos quien más ha abundado en una sátira sobre la prensa y el quehacer periodístico responde al nombre de Milan Kundera. En su novela La inmortalidad, Kundera empieza por citar el caso de Ernest Hemingway, quien, como es sabido, simboliza la fama del buen periodista. “Toda su obra, su estilo conciso y concreto, tenía sus raíces en los reportajes que enviaba cuando era joven a un periódico de Kansas City. Ser periodista significaba entonces acercarse más que nadie a la realidad, recorrer todos sus rincones ocultos, ensuciarse las manos con ella. Hemingway estaba orgulloso de que sus libros estuvieran tan abajo, junto a la tierra misma, y al mismo tiempo tan alto, en el cielo del arte.”
El novelista checo dice que el reportero más memorable de los últimos tiempos no es, sin embargo, Hemingway ni George Orwell, quien pasó un año de su vida con los pobres en París y escribió Sin blanca en París y Londres, ni Egon Erwin Kisch, conocedor de las prostitutas de Praga, sino la italiana Oriana Fallaci, quien entre 1969 y 1972 publicó en el semanario L'Europeo un ciclo de entrevistas con los políticos más famosos de su Época.
“Aquellas conversaciones eran algo más que simples conversaciones: eran duelos. [...] La periodista comprendió que lo de hacer preguntas no era simplemente el método de trabajo de un reportero, que realiza sus investigaciones modestamente con una libreta y un lápiz en la mano, sino un modo de ejercer el poder. Periodista no es aquél que pregunta sino aquél que tiene el sagrado derecho de preguntar, de preguntarle a quien sea lo que sea. [...] El poder del periodista no está basado en el derecho a preguntar, sino en el derecho a exigir respuestas.”
¿Y de la verdad periodística qué piensa Milan Kundera? “La verdad que corresponde al decimoprimer mandamiento no se refiere ni a la fe ni al pensamiento, es una verdad de la planta baja de la ontología, la verdad puramente positivista de los hechos: qué hizo C ayer, qué es lo que de verdad piensa...”
Al elaborar su teoría sobre lo que llama la imagología, Kundera sostiene que el político depende del periodista. “¿Pero de quién dependen los periodistas? De los que pagan. Y los que pagan son las agencias publicitarias, que compran de los periódicos el espacio y de la televisión el tiempo para sus anuncios.”
Después de estatuir que la publicidad está al servicio del comercio y la propaganda al de la ideología, el autor de La insoportable levedad del ser ve en su tiempo una transformación gradual de la ideología en imagología y remata: “El político depende del periodista. ¿De quién dependen los periodistas? De los imagólogos. El imagólogo es un hombre de convicciones y de principios: exige del periodista que su periódico (canal de televisión, radiodifusora) responda al sistema imagológico de un momento dado.”
El crítico Jean—Louis Curtis cuenta que durante las primeras décadas del siglo los autores norteamericanos habían tomado de los periódicos sus métodos: rapidez, gusto por la cosa vista, anotación al vuelo, trazos machacantes, estilo directo, desprecio por las bellas frases y las florituras. Hemingway recuerda por su parte que cuando era corresponsal en Europa del Kansas City Star (en 1917) tenía que seguir una especie de código de la buena redacción periodística. “Eran reglas que nunca me enseñaron para el oficio de escritor. Nunca las he olvidado”, escribe Hemingway y menciona algunas de esas normas: “Emplear frases cortas. Hacer breves los párrafos del comienzo. Utilizar un inglés vigoroso (un vocabulario sajón, que es concreto, más que un vocabulario latino, que es abstracto). Ser afirmativo y no negativo. Evitar el empleo de adjetivos, especialmente de los que son extravagantes como suntuoso, espléndido, grandioso, magnífico”. Seguramente estas reglas, acota Curtis, hubieran sido suscritas con entusiasmo por Stendhal.
Cuando George Plimpton entrevistó a Hemingway para The Paris Review le planteó las siguientes preguntas:
—¿Le recomendaría usted el trabajo periodístico al escritor joven? ¿En qué medida lo ayudó a usted el adiestramiento que recibió en el Kansas City Star?
—En el Star uno estaba obligado a aprender a escribir una oración enunciativa sencilla. Eso era útil para cualquiera. El trabajo periodístico no le hará daño a un escritor joven y podrá ayudarlo, siempre y cuando lo abandone a tiempo.
—Usted escribió una vez en la Transatlantic Review que la única razón que hay para hacer periodismo es obtener una buena remuneración. Dijo usted: “Y cuando uno destruye las cosas valiosas que posee escribiendo sobre ellas, uno espera que le paguen buen dinero por hacerlo.” ¿Considera usted que escribir es una especie de autodestrucción?
—No recuerdo haber escrito eso jamás —respondió Hemingway—. Pero parece lo suficientemente tonto y violento como para que yo lo haya dicho a fin de no tener que morderme la lengua y dar una opinión sensata. Definitivamente no creo que escribir sea una especie de autodestrucción, aunque el periodismo, después de que se llega a cierto punto, puede ser una autodestrucción cotidiana para un escritor creador serio.
Así lo siente también Cyril Connolly en La tumba sin sosiego:
“Todas las incursiones en el periodismo, la radio, la propaganda y el cine, por grandiosas que sean, están de antemano destinadas a la decepción. Poner lo mejor nuestro en estas formas es otra insensatez, pues con ello condenamos al olvido las buenas ideas lo mismo que las malas. En la naturaleza de estos trabajos está el no perdurar, así que nunca deberíamos emprenderlos.”
“Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina de un escritor es producir una obra maestra y que ninguna otra finalidad tiene la menor importancia.”


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