Wednesday, September 06, 2006

 

Caballeros andantes

La muerte en 2001 a los 92 años de Indro Montanelli, nacido en un pueblo de la Toscana en 1909, me puso a pensar en el periodista como caballero andante.
Alto, de esqueleto ligero y ojos jóvenes, según lo describiera Eugenio Scalfari, todavía a su edad era capaz de encenderse “por la curiosidad, la indignación, la pasión y, sobre todo, el ingenio”. Combatió de muchacho en las filas fascistas, pero se la jugó a fondo al oponerse a Mussolini desde la Resistencia, lo cual lo llevó a la cárcel y al pelotón de fusilamiento. De esta sobrevivencia escribió una novela que llevó al cine Roberto Rosellini y actuó Vittorio de Sica: Il generale della Rovere. Trabajó durante cuarenta en el Corriere della sera y luego fundó Il Giornale pero también lo abandonó cuando el propietario, Silvio Berlusconi, se embriagó con la política. Era un liberal de “derecha razonada”, escribe Lola Galán, pero todo mundo se quitaba el sombrero ante su independencia, sus escritos sardónicos y críticos, implacables, tolerantes, pues se pasó la vida desenmascarando a los pícaros y haciendo exactamente lo que le daba la gana. Libre como el viento.
Si encontraba placer en la escritura, su única forma de felicidad, era porque pertenecía aún a la generación del homo typographicus, un tipo de periodista educado en la cultura gráfica, habituado a la gimnasia metálica de las imprentas y al olor de la tinta. Es decir, un periodista que sabía escribir. Todavía ejercía en la galaxia de Gütenberg. Después de introducir atenuantes y atender las razones de las dos partes en conflicto, daba la puntilla en sus artículos, con gracia, con estilo, con una gran elegancia. Por eso murió en medio del respeto de todos, de la izquierda y la derecha, porque de un lado estaba queriendo decir que lo menos importante (y lo menos interesante) de los hombres son sus subjetividades ideológicas: sus opiniones políticas. A lo mejor, en última instancia y en materia política, todos estamos equivocados.
Su desaparición natural es tan nostálgica como el Museo de la Imprenta que está en Lyon, Francia. Cuando uno sale de esta maravilla de la era tipográfica, que ahora se acerca a su fin, se encuentra con la ironía de que no le venden un libro sobre el museo sino un disket. Con Indro Montanelli se fue uno de los últimos ejemplares del periodismo escrito.
Scalfari dice que Montanelli no era un Quijote porque no desafió a molinos de viento sino a poderes muy reales y peligrosos. Sabía medir su fuerza antes de atacar y dar en el blanco. Tenía información, cultura histórica, astucia y capacidad de razonar, pero su principal arma era su palabra: su honestidad, que es lo único que puede amparar al caballero andante. No es un juez. No es un policía. No es un agente del Ministerio Público. No tiene pruebas pero tiene ideas.
Esta reivindicación de un oficio en el que no siempre actúan los más preparados ni los más respetuosos de la sintaxis y las fuentes (Montanelli renunció a dar una exclusiva sobre el Papa cuando el jefe de prensa del Vaticano se lo pidió: por respeto al deseo de las fuentes) replantea la no ociosa idea de rescatar la carrera de periodismo de las llamadas “ciencias y técnicas de la comunicación”. En algunas de las universidades más serias del mundo —Columbia, Stanford, Harvard— el estudio del periodismo es una carrera en sí misma y está consustancialmente ligado al aprendizaje de la lectura y de la escritura. Sus estudiantes siguen trabajado en las bibliotecas y no se titulan, ni encuentran trabajo, si no saben escribir. No usan grabadora porque si graban, transcriben. Mientras que si toman notas, escriben.
El ámbito de su ética está en su conciencia pero sobre todo en su formación intelectual. Es lo único que los respalda, pues, como decía Alma Guillermoprieto en su taller de crónica periodística en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, “hay que estar tremendamente conscientes del poder que usamos como periodistas porque tenemos la capacidad de arruinar vidas”.
Si a los técnicos y científicos de la comunicación se les nota el barrio, si se les juzga de “mediana formación intelectual” y de poca destreza con la pluma, ahora que “estamos pasando a la era de la imagen”, no es porque sean especialistas en generalidades —todos los periodistas lo somos— sino porque en el sistema educativo mexicano no se tiene ya ningún amor por la lengua y los maestros no han sabido explicarles cuál es el sentido de la literatura. De qué sirve. Cómo se relaciona con nuestra experiencia de la vida. Cómo la escritura permite organizar mejor las ideas, el pensamiento y la crítica.
La Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, que encabeza Gabriel García Márquez y que se puede contactar en la red (www.fnpi.org) es una vuelta saludable al periodismo como palabra escrita. Bien formado el periodista puede sustraerse sin pánico del analfabetismo regresivo audiovisual y eludir, si aprende bien su lengua, las invasiones innecesarias de la semántica anglosajona.
“Escribir es como caminar”, dice Alma Guillermoprieto. “Nuestro honor y nuestra credibilidad son lo único que tenemos como periodistas. Somos absolutamente vulnerables ante la vida y ante los ataques de los demás y lo único que tenemos —a la usanza de las normas de la caballería— es nuestro buen nombre.”



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